Un acordeón de cincuenta años
«Como ejercicio propagandístico puede tener sentido, porque nos invita a desviar la mirada y a soñar en un futuro utópico –necesariamente idealizado–, y no en las dificultades de la realidad inmediata»
En España, hace veinte años, acababa de aterrizar el euro –ese gran éxito colectivo– y los medios internacionales se referían a nosotros como los nuevos conquistadores. La coyuntura sonreía a un país que aspiraba a ocupar un lugar central en el directorio europeo y a convertirse en la Baviera del Mediterráneo. En aquel tiempo, pocos de nuestros académicos ponían en duda las ventajas de haber abandonado la soberanía monetaria. La economía crecía a un ritmo vertiginoso, se cuadraban las cuentas públicas y la caída de los tipos de interés producía una irrefrenable euforia: todo parecía posible.
La modernidad conjugaba con las ambiciones de las multinacionales patrias, dispuestas a desempeñar un papel global. Los vectores de crecimiento eran la banca, las telecomunicaciones, el sector inmobiliario –se hablaba de Florida como modelo–, la construcción y los servicios ligados a la misma. Casi nadie mostraba preocupación por la salud de la industria –no en vano, se nos decía que la deslocalización era lo propio de las sociedades globales– ni tampoco había excesiva inquietud por el endeudamiento privado, ya que la zona euro –con sus grandes bolsas de ahorro en los países centrales– actuaba de cobertura frente a cualquier achaque. El optimismo de los noventa, como ha explicado bien González Férriz en un libro, constituía un sello de la época que se mantuvo hasta bien entrada la década siguiente. En los medios, nadie preveía la magnitud de la crisis causada por las subprime ni alertaba acerca de los importantes errores cometidos en el diseño estructural de la zona euro o de la globalización. Si la visibilidad a cinco o diez años era escasa, a veinte resultó nula. Las grandes telecos se iban a comer el mundo y no hicieron más que empequeñecerse. La banca española casi desapareció, engullida por el apalancamiento. El sector inmobiliario y la construcción se vieron forzados a afrontar una auténtica travesía por el desierto. Y la fortaleza de las cuentas públicas se fue olvidando de un modo lacerante: pasamos de mostrar músculo a pedir el rescate financiero. ¿Hicimos algo mal? Seguramente, pero no dejamos de comportarnos como los alumnos aplicados del consenso político y académico de la época. Por ser los primeros y los mejores, hasta trasladamos con más entusiasmo que nadie la estupidez competencial a los planes de estudio de nuestras escuelas.
Moncloa acaba de lanzar un plan dispuesto a pensar el país, no a veinte años vista, sino a treinta. Como ejercicio propagandístico puede tener sentido, porque nos invita a desviar la mirada y a soñar en un futuro utópico –necesariamente idealizado–, y no en las dificultades de la realidad inmediata. Pero los problemas del presente son tantos y tan acuciantes que, me temo, todo eso sólo servirá para distraernos de lo urgente. Que no son las proyecciones ansiosas de un grupo de académicos –a menudo prisioneros de sus teorías–, con su catarata de lugares comunes y de neolenguaje burocrático y ordenancista, sino la búsqueda de soluciones a nuestros problemas diarios. Por supuesto, un gobierno debe pensar a largo plazo con el objetivo de intentar cometer el mínimo de errores posibles, ligando los esfuerzos de una generación con los proyectos de la siguiente. Pero de ahí a querer determinar el futuro o a creer que el futuro cabe en un documento de seiscientas páginas media un abismo. La propaganda suele ser un ejercicio costoso. Aquí ya nos lo han recordado: ocho puntos de PIB en nuevos impuestos. Eso y el decirnos cómo debemos vivir y en qué dioses debemos creer; siempre al gusto de los burócratas.