Ana Iris, pariendo la era
«Líbrenos Dios de poner en el progreso material nuestra esperanza, como sucede en el discurso socialista. Pero a mí al menos, nadie podrá darme gato tecnoliberal por liebre socialcristiana»
Invitada a dar un discurso sobre el reto demográfico ante el Presidente del gobierno, Ana Iris Simón hace fundamentalmente un poco de storytelling. Y los teorizadores del storytelling le están respondiendo en proper English con un show me data. Dice que tiene envidia de sus padres. Y la gente le echa a la cara estadísticas de mortalidad infantil en esos años y tirando de recuerdos familiares, detalla los horrores de la clase media ochentera en España. Ana Iris lamenta que «la aldea global arruinó la aldea real». Y muchos le recriminan estar hablando de una aldea ideal que nunca existió, presa de una nostalgia romántica. Falangista, peronista.
Certeza, esperanza, hechos
Pero todos esos comentarios eluden el punto central de su discurso, lo que envidia de sus padres y desea para sí y para su hijo: «Sobre todo tenían la certeza de que podrían mantener sus trabajos, a sus hijos y pagar la hipoteca. Y la esperanza de que todo iría mejor. Mis padres creían en ese progreso porque para ellos había sido un hecho».
Es verdad, después enumera algunas políticas con las que combatir la falta de vivienda y de trabajo: proteccionismo económico, ayudas directas, reindustrialización. Más aún, Ana Iris –en alguna entrevista- se califica de «antiliberal». Y ante esto ya se encienden todas las alarmas.
A mí me parece obvio que la cosa no es tan sencilla como proteger nuestra economía y subvencionar las formas de comunidad fundamentales (trabajo, familia). La economía nos da pistas sobre las consecuencias no intencionales de este tipo de medidas, los incentivos de las economías de escala, etc. Y la ciencia política nos advierte sobre las dinámicas del poder en las relaciones internacionales, donde no somos en realidad soberanos. Pero los discursos científicos también perpetúan el horizonte de fines, el orden de prioridades propio de la tecnocracia. Por otra parte, no creo que ella esté defendiendo acabar con los derechos individuales, ni con la democracia representativa con elecciones libres o el rule of law.
Volvamos a lo central: pide recuperar certezas, esperanza. Garantizar trabajo, vivienda en propiedad, apoyar a la familia, salvaguardar la pertenencia. A mí me suena a la promesa de la Europa de post-guerra, alcanzada también gracias a la prosperidad económica y la pujanza demográfica. Me suena –en otro nivel- a los fundamentos prepolíticos (culturales, morales, socio-económicos) de cualquier forma de convivencia política en libertad.
¿Qué nos ofrecen a cambio?
¿Y qué le ofrecen –qué nos ofrecen- a cambio? Desde la izquierda: una remoralización de la política sobre la reivindicación de identidades, y una vida líquida sostenible en estricta soltería. Un discurso desconectado de la realidad socio-económica y de las necesidades del ser humano, pero también de las promesas de los regímenes liberales -en el sentido de no marxistas y no autoritarios- instaurados en la Europa de post-guerra (en nuestro caso, de post-franco).
Desde la derecha liberal, la confianza en que no hacen falta cambios radicales, ni revisar las ortodoxias económicas de los ochenta, ni adoptar formas rurales o poligoneras que nos distancien de nuestros compañeros de élites ilustradas globales. La promesa de que -como los peperos supieron capear las crisis pasadas- al contacto con el maletín ministerial de gente presentable, la realidad volverá a sus cauces previsibles, gestionables. La convicción economicista de que, si ponemos dinero en los bolsillos y dejamos libertad, se llenarán los corazones de certidumbres esperanzadas a gusto del consumidor.
Otros, desde una derecha más conservadora, subrayan que se trata de temas culturales, pero se resisten a cambiar las estructuras de poder y de producción, a hacer una política de resistencia primero y de cambio estructural después. (A unos y a otros casi siempre les ha ido razonablemente bien en la vida, con todo mérito, pues tienen… trabajo, familia, vivienda. A veces parece resonar en sus recriminaciones ese «habértelo currado» que Michael Sandel considera destructivo de la noción solidaria del bien común).
Pero si el liberalismo hoy consiste en ignorar estas necesidades fundamentales de la persona, estos fundamentos prepolíticos de la comunidad cívica y sus libertades, solo caben dos caminos: o la irrelevancia política del liberalismo, desbordado por una oferta política alternativa; o su transformación en un régimen tecnoautoritario, donde las inquietudes de las Ana Iris sean acalladas, o debidamente reformateadas con sugestivos proyectos de vida en solitario.
Cantadnos un cantar de Sión
Es verdad: la nostalgia y el lamento son sentimientos peligrosos. Pero no son malos en sí mismos: es un error recluirlos en la literatura de evasión. Lo malo de la nostalgia es la parálisis, la melancolía inoperante. O también la política radical contrarrevolucionaria. La utopía del regreso. Pero conjurados esos riesgos, el dolor de la pérdida es lo que nos mantiene atados al hogar, inclinados a fundar una familia, lo que nos recuerda nuestra identidad profunda, y nos evita tener que inventárnosla. Así lo cantaban los judíos del destierro babilónico «’Cantadnos un cantar de Sión’. ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías» (salmo 136).
Pero no. Si las cosas no son como deberían ser, parece que nuestras élites solo pueden ofrecer la receta de Tom Cruise en Collateral (un sicario que ha forzado a un bondadoso taxista a conducirle en una ronda nocturna de asesinatos): «we’re into Plan B. Still breathing? Now we gotta make the best of it, improvise, adapt to the environment, Darwin, shit happens, I Ching, whatever man, we gotta roll with it» («Estamos en el plan B. ¿Sigues respirando? Ahora tenemos que aprovechar la situación, improvisar, adaptarnos al entorno: Darwin, shit happens, I Ching, lo que sea, hay que seguir rodando»).
Olvidan quizá que la renuncia a la revolución fue posible con la socialdemocracia porque efectivamente las familias obreras vivían cada vez mejor. Y, sobre todo, que tenían certezas, esperanza, fe. Líbrenos Dios de poner en el progreso material nuestra esperanza, como sucede en el discurso socialista. Pero a mí al menos, nadie podrá darme gato tecnoliberal por liebre socialcristiana.
En resumen: pienso que muchos no se enteran, pero no podrán ignorar las grandes intuiciones morales, las dinámicas sociológicas y las implicaciones políticas que hay detrás de ese discurso sobre el futuro demográfico.
Parafraseando a Silvio: Ana Iris está pariendo una era. Y a los 2050 tecnócratas de izquierda y derecha se les cae el porvenir.