Los hilos de la amistad
«Cuando alguien tiene la capacidad de hacerte muy feliz, también la tiene para hacerte muy desgraciado»
A los amigos hay que darles el beneficio de la duda, aunque a veces lo que nos gustaría de verdad es darles con un zapato en la cabeza. Durante mucho tiempo me sentía fatal cuando me asaltaba un pensamiento así, pero luego he comprendido que ser capaz de admitir que tu amiga te pone negra es un indicativo buenísimo de una amistad sana. Y nada como llegar al momento en el que descubres que esa costumbre que 20 años atrás te subía por las paredes ahora te hace hasta gracia. Con el paso del tiempo es difícil que no se nos vean los remiendos, y si a estas alturas nos seguimos disgustando con nuestra amiga Ana cuando –previsiblemente– se raja del plan cinco minutos antes, es que nos lo merecemos un poco, francamente.
En La mujer singular y la ciudad (Sexto Piso, 2018) hay un párrafo en el que Vivian Gornick relata como su amiga Sylvia le ha contado la misma cantinela dos años seguidos: que ha madurado tanto que ya no pretende que sus amigos le den lo que no pueden darle, y que ahora acepta la amistad en los términos en los que se le ofrece. Me reconozco muy bien aquí, igual que me reconozco cuando leo que al tercer año su amiga está hasta el moño del enfoque zen. «No se conocen amistades insoportables pero bien se sabe que hay amores que hacen sufrir», decía el otro día Juan Claudio de Ramón en su excelente columna, y a puntito estuve de darle la razón sin más, porque a mí cuando una persona escribe bien y es razonable me convence de una cosa y de la contraria con gran facilidad. Pero mucho me temo que aquí no puedo estar de acuerdo con él –aunque me gustaría–.
Tendemos a pensar que el amor es una parte placentera de la vida, pero no hay nadie a quien podamos hacer más daño, o que pueda hacérnoslo a nosotros, que aquellos con quienes tenemos una relación. Y no es que no esté de acuerdo con Juan Claudio en cuanto al sufrimiento que causa el amor; es solo que creo que con la amistad también se pasa mal. Yo tengo muy buenos amigos. Iba a decir que tengo la suerte de tener muy buenos amigos, pero uno de ellos salta como un resorte cada vez que oye esta frase y me dice que a partir de los 40 tienes los amigos que te mereces, que de suerte nada, y me parece una distinción muy buena. Tengo muy buenos amigos a los que quiero muchísimo y con los que he sufrido una barbaridad, y no es porque sean una mancha de cabrones ni porque yo tenga una piel demasiado fina. Es porque cuando alguien tiene la capacidad de hacerte muy feliz, también la tiene para hacerte muy desgraciado.
Este otoño y este invierno han sido los más negros que recuerdo en muchísimo tiempo. Si no hubiera sido por mis amigos, habrían sido aún más oscuros. Pero cada vez que he entrado en caída libre ahí estaban ellos tejiéndome una red invisible y cálida de afecto suave sobre la que dejarme caer y coger aire para seguir yo sola. Una red desigual en la que los hilos son cada uno hijos de su padre y de su madre, unos gruesos y fuertes y de colores escandalosos, y otros más finos, que apenas se ven, más recios de lo que parecen. Pero todos cuentan, entre todos te levantan y te ponen una mano animosa sobre la espalda cuando te sacudes el polvo para seguir adelante.
Quién sabe, a lo mejor mis amigos no serían tan maravillosos si yo no les diese con un zapato de vez en cuando (a alguno le he dado literalmente, lo confieso). Pero yo prefiero pensar que no, que son así a pesar del zapato, porque cuando les ha llegado el turno de pasarlo mal a ellos, allí estaba yo como una arañita más, tejiendo la red de seguridad para amortiguarles la caída y hacerles las cosas un poquito más llevaderas.