Cómo se arregla un país
«Pareciera como si, una década después del 15-M, venciese el tiempo de las críticas y comenzase el tiempo de las propuestas»
El cinismo es entumecedor. Por eso el cínico es la versión atrofiada del ingenuo. Ve el mundo con los ojos cerrados, como el ciego Cornelio, y lo asemeja a un patio de monipodio en que todos quieren robarle la billetera. El cínico, que va por la vida cautelándose de todos, recela hasta de su puta madre. Incapaz de una sonrisa franca, ofrece la mueca burlona de la claudicación. Ante una realidad inadmisible, se limita a hacer mofa y befa, olvidando que en la lidia una cosa es burlar al toro y otra, burlarse de él. El cínico es un chiste de sí mismo.
Yo prefiero ir desavisado y a humo de pajas, aunque me birlen la cartera, que andar con el ceño fruncido, la barba sobre el hombro y la mosca detrás de la oreja. No es fácil, por supuesto, ser inocentes como palomas y astutos como serpientes, como recomienda el Evangelio. Pero tampoco hace falta: bastaría con evitar la causticidad a deshoras, que siempre es una grosería. Hacerse adulto es, entre otras cosas, abandonar la socarronería del adolescente.
Contra la España vacía, el último libro de Sergio del Molino, va a contrapelo de una época marcada por el cinismo y la dicacidad. Por eso pilla a pie cambiado a sus enemigos, que no saben cómo etiquetar su abierta defensa del patriotismo cívico. Este no es tanto un amor por lo propio, como reza el tópico atribuido a De Gaulle, como un amor propio: el aldabonazo que obliga a empuñar el timón de nuestras obligaciones cívicas, como una exhortación kantiana a abandonar la minoría de edad.
Valiente es su tentativa de clavar siete sellos en el sepulcro de la «España vacía», sintagma ya seco, exprimido por oportunistas de toda laya. Hoy sabemos que el reto demográfico no se solventará echando miradas nostálgicas al éxodo rural. Recuerda el autor que una crisis de identidad nacional no puede despacharse dando armas al «qué hay de lo mío», sino sirviendo de banderín de enganche a campos despoblados y ciudades hiperpobladas en, por decirlo a la manera orteguiana, un proyecto sugestivo de vida en común. ¿Ingenuo? Quizá. Pero, por decirlo con Gomá, es mejor pasarse de ingenuo que pasarse de listo.
Pareciera como si, una década después del 15-M, venciese el tiempo de las críticas y comenzase el tiempo de las propuestas. ¿Es casualidad que, después de años resguardado en el burladero de la literatura, Del Molino pise ahora el albero de la política? Advierto entre mis coetáneos la ilusión de buscar un futuro mejor, aun a riesgo de marrar el tiro. Ajustar cuentas con el pasado es demasiado fácil. Ser adulto, decíamos, es aprender a sacudirte el cinismo adolescente. También, atreverte a ser audaz aunque los maledicentes señalen. Hacer oídos sordos a la calumnia y avanzar a paso firme, maguer los murmuradores traten de cortarte el paso. Mostrarte indiferente al perro que ladra, y también, al que, halagador, menea la cola…
Acaso haya madurado lo que hasta ahora estaba en agraz. ¿Será este el momento epocal de nuestra generación? Hay, por supuesto, quien prefiere comprar el billete después del sorteo, pero es mejor correr el albur de equivocarse. Para preguntar a Zavalita cuándo se jodió el Perú vale cualquier columnista; escasean, en cambio, los que se plantean cómo arreglarlo. De nada sirve la crítica destructiva. Cualquiera puede desmontar un reloj y reducirlo a un batiburrillo de bielas, pistones y piezas aparentemente inservibles. Cosa bien distinta es volver a montarlo y conseguir que funcione.