Vindicación de Mary Wollstonecraft
«El racionalismo de Mary Wollstonecraft es más una aspiración de su cuerpo rebelde que una conquista de un alma sosegada»
Tout homme est une guerre civile es el título de una novela de Jean Lartéguy, un escritor francés ya olvidado, que me viene como anillo al dedo, ya que quiero hablar de Mary Wollstonecraft. En mi opinión, tiene razón Latéguy, pero conviene añadir que unas almas tienen mejor cuerpo diplomático que otras.
Mary Wollstonecraft es la autora de Vindication of the Rights of Women (1792), un ensayo del que todo el mundo habla bien, claro índice de que muy pocos lo han leído. En tiempos de desfiles del orgullo narcisista, su tesis de que «la razón no tiene sexo» parece provocadora. Es más moderno y, sobre todo, más democrático, padecer que razonar, porque para lo primero todo el mundo vale. Sin embargo, en la Vindicación se insiste en que «la verdad deber ser siempre patrimonio de todos y si no, no tendrá influencia en la vida». Hoy, aunque nos reímos de esos seis franceses que, por confundir Budapest y Bucarest, se perdieron el Hungría-Francia de la Eurocopa, el constructivismo nos parece más moderno que la geografía.
La Vindicación de los derechos de la mujer está, además, plagada de reflexiones religiosas que ponen de manifiesto que su autora vivía muy intensamente su fe. Desvincular su feminismo de su religión es, a mi modo de ver, un gesto de deshonestidad intelectual. ¡Si hasta su erotismo tiene componentes místicos! No creo que se pueda entender bien a esta mujer si no se ha leído previamente a San Agustín. «Veo a los hijos e hijas de los hombres persiguiendo sombras, y gastando su poder alimentando pasiones que no tienen un objetivo adecuado», escribe. Para ella, la imaginación erótica tiene como destino último lo Sublime, es decir, al Creador. Las referencias al erotismo platónico son abundantísimas en toda su obra.
El racionalismo de Mary Wollstonecraft es más una aspiración de su cuerpo rebelde que una conquista de un alma sosegada. Sus muchas y frecuentes contradicciones recuerdan a aquella tan humana oración agustiniana, «Señor, hazme puro y casto, pero aún no».
Llega a defender que «para cumplir con las tareas de la vida, y para ser capaz de dedicarse con vigor a las diferentes ocupaciones que forman el carácter moral, el hombre y la mujer no deberían seguir amándose con pasión. Quiero decir que no deberían ser indulgentes con aquellas emociones que alteran el orden de la sociedad, y absorben los pensamientos que deberían ser utilizados de otra manera». Pero ella, apasionada efervescente, cuando se enamora, pierde el oremus y se enzarza en su cuerpo y sus premuras.
Siguiendo la llamada de la revolución francesa, abandonó a su amante, Henri Fuseli, dado que su mujer se negó a participar en un triángulo amoroso, y llegó a Paris, en junio de 1793. En aquellos días, los hombres creían posible domesticar el destino y convertirlo en política a golpes de guillotina. La plaza de la Revolución era un festival de sangre mientras en Nôtre Dame se abría el culto a la diosa Razón. Bien sabía nuestro Donoso por qué intuía una íntima relación entre la razón política y la locura.
En París conoció al escritor y aventurero americano Gilbert Imlay e intentó crear con él una relación amorosa de geometría voluble, que no se limitase a los caprichos del triángulo. Bebía los vientos por él, pero a su manera. Estaba fervorosamente enamorada, pero no está claro si del Imlay de carne y hueso (al que no hacía ascos, precisamente) o de la imagen que se había creado de él. Esto es lo que le escribe en una carta: «¡Ah, amigo mío!, no conoces el inefable deleite, el exquisito placer que surge de la armonía entre afecto y deseo, cuando el alma y los sentidos se abandonan a una imaginación viva que se rinde a cada delicada y delirante emoción». De este amor espiritual, los «engendradores de niños» no saben nada. Del amor menos espiritual, Mary engendró una hija, Fanny. Con ella en brazos y con Imlay a cuestas, regresó a Londres. Poco después descubrirá que los brazos de Imlay estaban siempre abiertos, y esta gran teórica del amor libre le escribe, despechada, una carta que se inicia con estas palabras: «Te estoy escribiendo de rodillas, implorándote». Y añade: «Nada, excepto mi estupidez extrema me ha podido mantener tanto tiempo ciega […]. Preferiría mil muertes a una noche como la pasada. Tu trato ha arrojado mi alma al caos». En cuanto a su cuerpo, decidió arrojarlo al Támesis un día que llovía copiosamente. Se dirigió al puente de Putney disfrutando de sus ropas empapadas, porque así se hundirá con más rapidez. Fue rescatada de la corriente milagrosamente.
Lo dice Georg Christoph Lichtenberg: «parece que la naturaleza no ha querido hacer que una cosa tan necesaria como son las convicciones de las personas dependa solamente de conclusiones razonables». Pero es que la Naturaleza dejó la lógica para los lógicos y para sí se reservó los dados.
A principios de 1797 se casó con William Godwin, a pesar de que ambos se habían manifestado repetidamente en contra del matrimonio. Su vida conyugal, en casas separadas, duró sólo unos pocos meses. El 10 de septiembre, a la edad de 38 años, Mary Wollstonecraft Godwin sucumbió a una fiebre puerperal tras el nacimiento de su segunda hija, que heredó su nombre … hasta que pasó a llamarse Mary Shelley. Fue la madre de Frankenstein.
Cuenta el ateo Godwin que poco antes de morir, Mary le preguntó: «¿Cómo me puedes culpar por refugiarme en la idea de Dios, cuando he perdido la esperanza de encontrar la sinceridad aquí en la tierra?» Son los escritos de Godwin los que con más claridad nos transmiten la intensidad de la fe religiosa de Mary: «Su mente estaba constitucionalmente inclinada a lo sublime y a lo amable […]. Cuando caminaba entre las maravillas de la naturaleza, acostumbraba a conversar con su Dios». Según Godwin, Mary poseía una intuición certera y finísima, pero «quizás, en el sentido estricto de la palabra, razonaba poco».
La Vindicación de los derechos de la mujer no comenzó a movilizar conciencias femeninas hasta que pudo malinterpretarse, a mediados del siglo XIX. Eleanor Marx lo tenía entre sus libros de cabecera (otro día hablaremos de la lamentable relación de Eleanor con Edward Aveling).
Yo no sé si el conservador español Severo Catalina había leído a Mary, pero me parece que su libro La mujer: Apuntes para un libro (1857) está escrito con sus ideas.
Catalina fue un importante político y apologeta católico que, por amor a la Corona, acompañó a Isabel II -una de las europeas más libres del siglo XIX- en su exilio. Fue él quien redactó el manifiesto que la Reina firmó en Pau el 30 de septiembre de 1868, que contiene esta joya: «La triste serie de defecciones, los actos de inverosímil deslealtad que en breve espacio de tiempo se han consumado, más todavía afligen mi altivez de española que ofenden mi dignidad de Reina». Extraigo tres notas de su libro:
«Todo o casi todo cuanto hasta hoy se ha escrito acerca de las mujeres adolece de vicio de exageración».
«La historia de la humanidad no podrá escribirse en tanto la educación se limite a una parte de la humanidad. El mundo no sabe todavía lo que es la mujer porque la sociedad le cierra la boca desde que nace hasta que muere».
«¿Por qué las mujeres no habían de acudir a universidades y recibir grados y ejercer profesiones científicas e industriales?»
Esto, recuérdenlo, se encuentra en un libro de un conservador español publicado en 1857.