El Gobierno como lobby
«Los indultos han demostrado la capacidad del Gobierno de la Nación para empujar sin rechistar a sindicatos, empresarios, Iglesia, tertulianos y prescriptores digitales hacia una misma dirección»
‘Lobby’ suele adquirir en España un sentido peyorativo: nos imaginamos, casi siempre, a un oscuro y avieso grupo de presión que quiere influir en las decisiones de un gobierno o un parlamento. Quien más quien menos –yo mismo- suele dignificar la política recurriendo a una autonomía que, como demostró Marx tempranamente, no deja de ser función de unos intereses concretos. Hasta Arendt tenía una concepción purista de lo político, renegando de la aburrida administración de las cosas. En las sociedades complejas admitimos y normalizamos que los sectores ajenos al circuito institucional traten de hacer valer corporativamente sus propuestas ante los representantes elegidos democráticamente. Luego nos escandalizamos según convenga.
Al líder de la oposición, Pablo Casado, uno de esos grupos de interés, el Cercle d´Economia, le leyó la cartilla hace unos días a cuenta de los indultos de los presos independentistas. La praxis del lobby, como he dicho, invita a actuaciones arcanas: las enmiendas legislativas se compran y se venden en los restaurantes aledaños a las Cortes, mediante conversaciones discretas, reuniones informales … recuerden las desventuras de aquel empresario de porteros automáticos en La escopeta nacional de Berlanga. El Cercle, sin embargo, decidió presionar en público a Casado y este reaccionó en la radio quejándose de la falta de independencia de la política: ¡nos han vaciado de competencias las Cortes Generales! A buenas horas. Creo que el partido que dirige no es precisamente un dechado de soberanía frente a los elementos socioeconómicos que pretenden traducir sus reivindicaciones en decisiones concretas.
Todo esto que les cuento tiene muchas derivadas. Por ejemplo, podríamos hablar de la famosa sociedad civil catalana. Desde 2012, cuando se puso en marcha, de forma calculada y racional, el proceso de separación de Cataluña de España venía oyendo entre mis amistades barcelonesas eso de que «el mundo de la empresa pondrá en su sitio a los independentistas». Naturalmente, nada de eso ocurrió. Los empresarios catalanes no movieron un solo dedo para torcer la voluntad de los políticos nacionalistas y la Generalitat disciplinó sin apenas resistencia todos los resortes de la «sociedad civil». Siguiendo la estela del nacionalismo vasco, puso en orden a los movimientos sociales, sindicatos, mundo empresarial, medios de comunicación, Iglesia catalana y universidad. Todos a una con el derecho a decidir salvo honrosas excepciones.
Si uno lo piensa bien, la experiencia procesista demuestra que el mantra del sometimiento de la política a esferas ajenas a ella tiene sus días contados en el contexto del tiempo populista. Normal que la izquierda abrace el modus operandi independentista. Los indultos han demostrado la capacidad del Gobierno de la Nación para empujar sin rechistar a sindicatos, empresarios, Iglesia, tertulianos y prescriptores digitales hacia una misma dirección: el perdón es concordia y hay que volver a empezar en Cataluña, porque todos somos un poco culpables. El mundo que viene es consecuencia del deseo de politizar la vida, pero también de una reconstrucción del poder donde la crisis justifica la colonización de una sociedad inerme: más vale tener los asientos contables en orden, que andar pleiteando por principios abstractos como la autonomía de la voluntad o la libertad.