Los que habitan en los jardines
«La lectura lenta permite desbordar los límites estrechos de nuestra imagen reflejada en el espejo; de la dictadura atroz de nuestras ideas, prejuicios y emociones»
Anda don Gregorio Luri pasando unos días con los trapenses del Monasterio de Santa María de las Escalonias, en Hornachuelos, y uno no ha podido dejar de acordarse de aquel sermón que predicó en el siglo XII un egregio abad cisterciense, Guerrico de Igny: «Vosotros sois, si no me engaño, los que habitáis en los jardines, los que día y noche meditáis la ley del Señor. Cuantos libros leéis, otros tantos jardines recorréis; cuantas máximas elegís, otros tantos frutos recogéis». Apostillando después: «Por eso vosotros, que recorréis los jardines de las Escrituras, no queráis negligente y ociosamente pasar de modo superficial sobre ellas; escrutando cada cosa como abejas diligentes que sacan miel de las flores, recoged el espíritu en las palabras». Los que habitan en los jardines, entre eucaliptos, naranjos y limoneros, son los que practican la lectura lenta que, en la tradición benedictina, se conoce con el nombre de lectio divina y que, según la conocida Scala Claustralium de Guigo II el Cartujo, empieza con la lectura silenciosa propiamente dicha, para continuar con la mediatio, la oratio y la contemplatio.
De los autores del Antiguo Testamento a Leo Strauss, de los Padres del desierto al niño que lee de noche en la cama, la lectura lenta ilumina a la humanidad con el lenguaje, ese privilegio de los dioses. En su reciente libro, El viaje a Oxford, José Jiménez Lozano nos recuerda que narrar –o leer– una historia «es nombrar la realidad, pero a la vez, levantar vida con palabras». Se trata de una bonita imagen que nos lleva a otra verdad muy honda: las palabras dan vida, otorgan sentido, marcan una dirección, suscitan esperanza. La lectura lenta permite desbordar los límites estrechos de nuestra imagen reflejada en el espejo; de la dictadura atroz de nuestras ideas, prejuicios y emociones. La palabra permite que el hombre resucite y se levante de nuevo, que pase a ser otro sin dejar de ser él mismo, que dé fruto tras ser sabiamente podado por un jardinero. El propio Guerrico decía que cada monje es una madre que debe cuidar vigilante al hijo que ha nacido de sus entrañas para que crezca, se fortalezca y sea más, como los árboles y las plantas de un jardín.
Heredero de la tradición monástica, Guerrico recomendaba a los monjes que cavasen dentro de sí mismos, «pues los tesoros más valiosos suelen estar escondidos en las profundidades de la tierra». Sabía que educar –ya san Benito había definido el monasterio como una escuela– requiere tiempo, silencio, esfuerzo, guía y un ambiente propicio. Los monjes, que rezan, leen y trabajan, habitan en efecto los jardines de la palabra. Su vocación, y el sentido de su vida, es el servicio. Pero, en realidad, ¿no es este también el sentido que deberíamos buscar para nuestra vida? Don Gregorio Luri sabe muy bien –porque lo ha escrito repetidas veces– que los que habitan en los jardines cultivan la primera de las virtudes, que es la espera atenta. Sólo ella nos enseña a mirar y a pensar. Evagrio distinguía tres tipos de miradas: la humana, la demoníaca y la angelical o celeste. Por supuesto, en los jardines también hay demonios pero, a diferencia de los páramos yermos característicos del nihilismo, en el jardín crece la vida, y una luz matizada y esplendorosa que inaugura la belleza y convoca la esperanza.