Dostoievski, un centenario sufrido
«Ese era realmente Dostoievski: un revolucionario cuya prosa ponía en jaque el hasta entonces burgués y acomodado trayecto del género novela»
Jamás la humanidad escuchó tumultos y clamores como los que nos llegan de esta sima. Con estas palabras arranca Zweig el ensayo sobre Fiodor Dostoievski, y a fe del arriba firmante que el autor ruso luce como una grieta en la llanura a menudo anodina e insulsa de la literatura universal. Una sima por la que asoma un aullido que hasta hoy sigue rebotando en las sienes de cualquier lector que se precie. Ocurre, como digo, pocas veces a lo largo de esta línea cronológica que traza el mundo literario, pero de vez en cuando surge una expresión nunca antes percibida, una voz única que revoluciona lo que más tarde llega. Ese era realmente Dostoievski: un revolucionario cuya prosa ponía en jaque el hasta entonces burgués y acomodado trayecto del género novela. Como ocurrió con Baudelaire en poesía, de cuyo centenario también se habló en esta columna meses ha, nada en el mundo de la narrativa podría ser igual tras el alumbramiento de este genio en 1821.
Se celebra por tanto en este sufrido contexto el segundo centenario de su nacimiento, en el marco de una pandemia[contexto id=»460724″] mundial, con los evidentes problemas a la hora de llevar a cabo los fastos previstos. El aura del novelista es casi tan desgraciada como lo eran los personajes de su obra: el primer centenario tampoco se pudo celebrar por acontecer durante la guerra civil rusa. Pese a que se llevarán a cabo actos en su honor, cabe preguntarse qué hubiera ocurrido en un clima de normalidad, si hubiera podido rendírsele un homenaje a la altura de lo que es: probablemente el mejor novelista de la historia en cualquier lengua -con el permiso de Cervantes-. Más aún cuando el año que vemos avanzar pone el acento en alguno de esos farsantes que con maestría supo trazar: totalitaristas que manipulan a las masas con falsas profecías, con miedo, con fundamentalismos, con usura moral.
En cualquier caso, y una vez más en claro paralelismo con sus personajes, hay algo dentro de este autor que lo mantendrá vivo pese a la falta de homenajes y reconocimientos. Su obra resiste el paso del tiempo porque hace saltar los resortes más miserables y a la vez más reconocibles del ser humano: la culpa, el miedo, la pena, la vergüenza, la patología, la resistencia. Porque detrás de la maldad de alguno de sus caracteres, halla el lector la contradicción de la vida. Así, ese mismo lector encuentra la justicia social detrás del asesino Raskolnikov, la bondad de Mishkin detrás de su aparente idiocia, la piedad de los Karamazov entre sus crímenes. Porque todos sus personajes son, en algún punto, amables. Incomodan cuando, en plena mímesis, el lector se identifica con algún comportamiento mezquino. Pero es quizá por eso por lo que se apiada de ellos, los acoge en el imaginario. Sirvan estos renglones para honrar al mártir que se clava a sí mismo en la cruz para redimir el ideal -Zweig dixit-, para celebrar su centenario contra todo, pese a todo.