Dandis en manga corta
«El mangacortista ideal es el de camisa sosa de jubilado. Esa que opera el milagro de resultar socialmente invisible».
En realidad, no soy tan mangacortista como antimangalarguista. Siempre me han motivado las pasiones en contra. Es por mi aversión a la manga larga, tal como la explicaré ahora, por lo que me he hecho apóstol de la manga corta. (Hablo de camisas y hablo del verano: con las demás prendas me da igual y con las demás estaciones también.)
Desde que el verano pasado me enteré de que las camisas de manga corta no son elegantes, es decir, de que lo que yo he llevado toda la vida (¡con pasmosa naturalidad!) no es elegante, no he parado de fijarme en lo que supuestamente sí es elegante: las camisas de manga larga. Con el regocijo de constatar lo horrorosas que son.
Hay una voz por lo visto (¡la kafkiana voz del padre!) que ha decretado la elegancia de la manga larga durante la canícula. Yo contemplo a los sufridos obedientes de esa voz como el que contempla una cuerda de presos.
El punto clave, el rompeolas de su contradicción, es la manga arremangada. Ese merengue churrigueresco de tela que les trepa por el brazo, ese orugamiento menesteroso y hortera exhibido con pose de mártires atolondrados. Mientras el mangalarguista se pavonea convencido de que está en la pomada a la moda, yo me mondo con las mondas de su manga. Una de mis aficiones veraniegas es sentarme a ver los mangalarguistas pasar, con ese fondo de fatiga del que hace el canelo y ni siquiera lo sospecha. ¡Cuánto desprecio sus aparatosos volantes en torno al codo, a modo de hulahops fijos!
Frente a estos aflamencados (¡todas sus camisas deberían llevar lunares!), que en su sitio está la camisa de manga corta. Ajustada de tela, como si hubiese sido confeccionada con la mismísima navaja de Ockham, emite el mensaje ético-estético de la Bauhaus: ornamento es delito. Todo mangacortista es un príncipe de la sobriedad. O debería serlo, porque hay mangacortistas infiltrados que utilizan su cuota de tela para promocionar palmeritas y demás motivos aproximadamente hawaianos. No son estos los ideales.
El mangacortista ideal es el de camisa sosa de jubilado. Esa que opera el milagro de resultar socialmente invisible. De este modo bombardea (¡bombardeamos!) la moral vestimentaria imperante. Es una actitud que reivindico, porque en ella se aloja el dandismo de nuestro tiempo. Contra lo que se suele pensar, el dandismo no tiene que ver con la elegancia sino con la repulsión. Dandi es el que se viste para repeler. ¿Y qué manera más fina hay de repeler que la invisibilidad? Algo que además resulta refrescante.