THE OBJECTIVE
José Carlos Rodríguez

Todos entregaron sus armas y salieron corriendo

«El régimen democrático afgano, sea lo que ello signifique, ha sucumbido al ataque talibán como un impala enjaulado con un guepardo»

Opinión
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Todos entregaron sus armas y salieron corriendo

WAKIL KOHSAR | Reuters

El 7 de octubre de 2001, a cuatro días de que se cumpliese un mes de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, se inició la guerra de los Estados Unidos y sus aliados contra el régimen talibán en Afganistán. Durante 20 años, las Administraciones Bush, Obama y Trump han armado e instruido al Ejército de Afganistán, y han alimentado la precaria democracia en aquél país. Joe Biden ha cumplido con los planes de su antecesor, y ha retirado las tropas estadounidenses. El régimen democrático afgano, sea lo que ello signifique, ha sucumbido al ataque talibán como un impala enjaulado con un guepardo. A estas horas vuela el último presidente del país, Ashraf Ghani, mientras las abigarradas tropas talibanes ocupan palmo a palmo la ciudad de Kabul.

La operación estadounidense que dio inicio a la guerra de Afganistán se llamó «libertad duradera». Hoy no nos apetece reírnos de lo irónico que resulta. Lo único que ha durado ha sido la intervención militar más prolongada de la política exterior de los Estados Unidos. Cuando no han acabado de salir los últimos soldados, toda la obra de dos décadas se diluye como un azucarillo. Cuando no se ha posado el polvo levantado por los camiones talibanes, sólo quedan las sensaciones de impotencia y de pena.

No hay peores alumnos de las lecciones de la historia que los políticos. El Ejército de los Estados Unidos obtuvo su peor derrota hasta la fecha sobre la selva de Vietnam. Aquel desastre causó una profunda herida en el país, que ha expiado su desconcierto con algunas de sus mejores películas. Entonces, la indecisión política frustró cualquier opción de sobreponerse a la guerra irregular sobre un territorio hostil. Estas dos décadas, la lucha que ha librado la comunidad internacional, liderada por los Estados Unidos era la de cultivar un sistema democrático sobre un terreno yermo.

Nosotros vemos la democracia como un sistema de deliberación, capaz de expulsar del poder a un mal gobierno, y de limitarlo por medio de un conjunto de salvaguardias institucionales. Presupone que hay una comunidad política formada por ciudadanos que deliberan sobre lo que proponen las distintas opciones políticas.

En Afganistán, sólo una parte puede describirse así. En general, conviven distintas etnias, cada una con intereses distintos, y los votantes siguen el camino señalado por los líderes tribales. En el momento en que un acuerdo entre etnias se quiebra, no hay un vínculo con una comunidad política que resulte eficaz ante el ataque de un enemigo, especialmente si es interno. El historiador militar Victor Davis Hanson, en Carnage and Culture, dice que la supremacía militar de occidente se asienta sobre todo en un elemento moral: en la conciencia de que se estaba defendiendo una comunidad de la que formaba parte, y no un sátrapa que puede disponer de tu vida en cualquier momento. La democracia afgana tenía la forma de unas instituciones libres, pero carecía del sustrato cultural necesario.

Por eso, la fuerza de 350.000 hombres, adiestrados durante lustros por el mejor Ejército del mundo, han respondido a lo que señala un soldado en la crónica del Wall Street Journal: «Todos entregaron sus armas y salieron corriendo». Ahora sólo queda a cada ciudad y cada pueblo, a cada comunidad, luchar por no sucumbir ante una fuerza fanatizada, convencida de su misión histórica, y bien armada. «No recibimos ayuda del Gobierno central, de modo que el distrito cayó sin lucha». Dice otro soldado: ˜¿Tenían las tropas un motivo para luchar? No creo que los talibanes tuvieran una fuerza enorme. Es que el Gobierno estaba en desbandada».

Lo que da fuerza a una sociedad, ante los enemigos internos y externos, es el sentimiento de pertenencia a una comunidad. No ya que el Gobierno salga de unas urnas, sino que se reconozca como parte de un bien mayor, que es la supervivencia del propio país. Este es uno de los elementos que explican el desmoronamiento de la trémula y descreída democracia afgana.

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