El amable fulgor de Mendoza
«Todos los protagonistas de Mendoza se parecen, en el fondo, bastante, y es tentador intuir que todos se parecen un poco a él mismo»
No vivimos en tiempos de cuadrículas: la famosa «desorientación» general que ha traído el siglo XXI, junto a la no menos cacareada «incertidumbre» y, por añadidura, la improvisación universal a la que han obligado los inesperados trastornos recientes nos tienen a todos confundidos, nerviosos, con las costumbres alteradas. Pero hay cosas más firmes que el azar, rituales privados inmutables sean cuales sean los caprichos de la vida. Y lamento haber arrancado este artículo de forma tan pedante, solemne e inadecuada, porque lo que quería decir es que mi tradición personal más inalterable es la de que cada verano, sea como sea, leo un libro de Eduardo Mendoza, el escritor más ajeno a la afectación que quepa imaginar.
Hace años que se me acabaron los títulos, de modo que los voy releyendo, pero al recibir este pasado mes de abril Transbordo en Moscú decidí guardármelo para este agosto que ahora acaba. Por mucho que intento no leer nunca atropelladamente, ni en los momentos de mayor amontonamiento del curso, preferí leerlo ahora, entre siestas y granizados, y no en su lanzamiento, agobiado como seguramente estaría por las exigencias del día a día, soñoliento, sobrepasado.
Lo primero que hay que decir sobre este nuevo libro es lo que tal vez menos importa, y es la constatación de algo que ya se intuyó al aparecer en noviembre de 2019 El negociado del yin y el yang. En los paratextos de ese libro no se decía ya absolutamente nada de lo que sólo catorce meses antes, en septiembre de 2018, había rodeado la publicación de El rey recibe. En la contracubierta de ésta se anunciaba «la trilogía Las Tres Leyes del Movimiento», y así fue sonoramente promocionada por entonces. Al recibir la segunda entrega, sin embargo, en la contracubierta la «trilogía» se había convertido en «serie», sin ninguna referencia al título general. Y ahora no leemos en el «envoltorio» de la nueva nada parecido a que el nuevo libro culmine ninguna trilogía, ni que siga una serie, con lo cual parece sugerirse algo que casi se confirma al terminar de leer el libro, dado lo abierta que queda alguna línea principal de su trama: es muy posible que las aventuras de Rufo Batalla tengan continuidad, y que se adentren en el siglo XXI: lo que comenzó en el verano de 1956, cuando Batalla era apenas un despistado aprendiz de periodista, termina aquí a pocos días de la nochevieja que separará 1999 de 2000, y termina en Moscú, lo cual ilumina el título, inexplicable hasta las últimas páginas: ese «transbordo» puede ser más bien una transición, no sólo entre siglos sino algo así como un golpe de volante en esta serie de novelas, que saltarían, ojalá, a los años más recientes, a nuestro propio tiempo de hoy.
También puede ser que todo acabe aquí. Mendoza se despide de algunos personajes por el muy práctico método de cargárselos (así sucede con Ernie -y el speech que Batalla suelta en su funeral, respondiendo al del hermano del fallecido, es memorable-, con Marc Riera e incluso con la abadesa, que manda una carta pre-agonizante), y el propio tono general de la novela, la más melancólica de las tres (sin ser en absoluto menos divertida), también tiene algo de epilogal, de crepúsculo, de ¿falso? final.
Ya veremos. Lo que importa es el magisterio de lo que hemos leído, un nuevo alarde de Mendoza, que, sin dejar de ser muy fiel a sí mismo, ensaya no otro estilo pero sí otro tono de la prosa que le ha hecho tan famoso y tan querido por los lectores, tanto por ese fantasma llamado «el lector común» (del que casi nadie sabe nada) como por los lectores exigentes y por la crítica (de quienes, por ser mucho más simples y transparentes, lo sabemos casi todo). Se podría dividir la obra narrativa de Mendoza mediante un medidor del grado de humor de cada uno de sus proyectos: en lo más alto de la comedia, la pentalogía (de momento) protagonizada por ese innominado pobre diablo al que periódicamente sacaban del hospital psiquiátrico para ponerle a hacer tareas de detective (humor descacharrante, extremo, pero nunca perderé la oportunidad de insistir en que el final de El enredo de la bolsa y la vida es uno de los más emocionantes y hermosos que he leído nunca); aparte, está el díptico formado por su reeditadísima Sin noticias de Gurb y El último trayecto de Horacio Dos, a las que se podría unir El asombroso viaje de Pomponio Flato; estas últimas novelas publicadas ocuparían un escalón más abajo en cuanto a la distorsión que se permiten, y se equipararían, así, al color de Mauricio o las elecciones primarias o al de esa obra maestra que fue Riña de gatos (es decir, novelas que quieren reflexionar sobre la historia pero sin apearse del tono desenfadado, con un pie puesto siempre en el salvador y determinante estribo del humor); y aún habría escalones inferiores para clasificar otros títulos suyos, entre ellos la consabida pareja formada por La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios, dos libros simplemente maravillosos, dos de las mejores novelas de nuestro idioma en el último medio siglo.
Pero vengamos a lo de hoy: en Rufo Batalla Mendoza parece haber volcado buena parte de su mirada sobre el mundo y la Historia, ya que no su propia vida. No parece Mendoza alguien de quien quepa esperar un libro de memorias al uso, lo cual no deja de ser una pena: su sentido de la sorna (y de la discreción) le impiden ofrecer libros directamente personales, pero para recordar y dar testimonio de lo vivido ya tiene a sus personajes, quienes en buena medida se explican a través de conversaciones (y Mendoza es muy probablemente el autor de los mejores diálogos, por lo que dicen y por el buen oído para reproducirlos, de la narrativa española reciente).
El simple hecho de estar vivo ya supone estar haciendo algo, respirar implica una actividad considerable y desde luego muy digna. Rufo Batalla es alguien que, en su tiempo libre (es decir, en su tiempo, durante unas quince horas diarias de lunes a domingo), se dedica al ocio, pero no es en absoluto un golfo, no tiene nada de pícaro, al contrario que muchos otros personajes del autor. A Batalla lo hemos visto trabajar, le hemos visto activo, y sus inquietudes intelectuales y culturales le mantienen lejos de la inactividad o, desde luego, del aburrimiento, porque las personas inteligentes no se aburren jamás. Él dice de sí mismo que «siempre he tenido talento para lo trivial», y, sin autoflagelarse en absoluto, exagera su propia indolencia. Es simplemente que el «braguetazo» que dio con la rica Carol al final de El negociado del yin y el yang le permite holgazanear, pasear, leer, ir al Liceo, acompañar a su adinerado suegro en algunos viajes y asesorarle suavemente en asuntos menores, sin comprometerse en absoluto. Su suegro responde a lo que decía el marciano Gurb en sus informes: «No hay en toda la Tierra gente más aficionada al trabajo que los catalanes. Si supieran hacer algo, serían los amos del mundo» (p. 104: voy a citar siempre según las primeras ediciones: ya que me pegaba yo aquellos madrugones para ir al Rastro de Madrid –«aquella ciudad alegre, generosa y superficial», según se decía en Riña de gatos, p. 186– a buscar y conseguir todos estos libros, voy a aprovecharlos), y Rufo lo mira y lo acompaña con condescendencia tranquila y un poco culpable.
En El último trayecto de Horacio Dos, el protagonista dice que «me decanté por una solución provisional en la confianza de que andando el tiempo se volviera definitiva, como suele suceder con las soluciones provisionales, las etapas de transición y los estados intermedios» (p. 136): es lo que le sucede a Rufo tras la boda, se instala en esa vida burguesa y fácil, dedicado sólo a la crianza de los dos hijos que llegan y a permitirse de vez en cuando un viaje caprichoso y observador (las páginas sobre Polonia, por ejemplo, son estupendas). «Los desgraciados siempre pensáis que el mundo se mueve a vuestro alrededor», dice alguien en El asombroso viaje de Pomponio Flato (p. 61): no es el caso de nuestro hombre, que no se considera el centro de nada, sólo un testigo agudo y curioso, muy bien informado y con mucha experiencia viajera, gracias a sus trabajos de juventud y, sobre todo, al lío en el que le mete el asunto del reino de Livonia, argumento central de la serie (aunque en esta novela queda muy desdibujado y como pendiente de una verdadera resolución final, de un desenlace más convincente que el que aquí se anota). Pero «¿cómo se compaginan la libertad de equivocarse y la responsabilidad?» (Mauricio o las elecciones primarias, p. 95): eso es algo que a Rufo le mortifica un poco, y que esporádicamente, cada tres o cuatro años, le produce cierto desasosiego.
La vida social, a la que tanto tiempo y tantas cenas dedica, le fatiga, pero la vive con educadísima resignación, consciente de la insatisfactoria posición que ocupa y de la seductora identidad que proyecta. En todas esas situaciones es considerado un gran conversador, y él es consciente de que en buena parte está allí para ejercer ese papel, el de hombre de mundo, un poco de vuelta de todo. Su inteligencia hace mejores a sus interlocutores, él saca lo mejor de sus acompañantes, y en eso (como en tantas otras cosas) Mendoza es muy cervantino: hasta el más tonto de sus personajes secundarios dice en algún momento algo ingenioso, alguna afirmación lanzada con buena puntería, y en los más viles asoma siempre algo de corazón, una punta sepultada de bondad natural.
Todos los protagonistas de Mendoza se parecen, en el fondo, bastante, y es tentador intuir que todos se parecen un poco a él mismo. Seguramente ninguno tanto como este último, Rufo, a través de cuya mirada Mendoza va recorriendo los acontecimientos históricos que él mismo ha vivido, desde que el franquismo empezó a flaquear hasta la descolorida postcontemporaneidad. Y como «siempre me ha costado menos entender las ideas que entender a las personas», donde más brilla es en la reflexión sobre la evolución del arte, la música o la literatura, en la constatación de lo que ha cambiado el hecho de viajar, desde las aventuras hasta el turismo, o, por supuesto, en el devenir de las ideologías predominantes en el siglo pasado, desde que daban mucho miedo hasta que dan bastante pena.
Si siempre es un error elemental tomarse las cosas demasiado en serio, al hablar de literatura esa equivocación se hace más clara. Ningún texto que quiera importar debería desoír la indiscutible parte cómica, absurda, disparatada, grotesca o sorprendente que tiene la vida, y, si no es mucho pedir, agradecerla. El exceso de gravedad produce monstruos, incluso aunque se traten asuntos inapelablemente graves (compárese el tratamiento de 1936 que se hace en Riña de gatos con el tono habitual de las novelas de la Guerra Civil que han escrito los escritores de la generación de Mendoza, o sus sucesores…) y, además, «atribuir al dolor propiedades terapéuticas es propio de culturas primitivas» (El asombroso viaje de Pomponio Flato, p. 70). Y si los argumentos intelectuales no bastan, vayamos a los del alma, dejemos la teoría y entreguémonos al instinto. Si Rufo Batalla, hablando de Walt Disney, cree que “nadie nos dio tanto”, pensando en todo lo que nos ha hecho sonreír y disfrutar Eduardo Mendoza deberíamos decir lo mismo. No sólo es magistral la mecánica de sus novelas: lo mejor de la obra de Mendoza, tan admirable en todos sus aspectos, es un mensaje implícito, espontáneo, feliz: nosotros estamos aquí para pasarlo bien escribiendo y leyendo buenas novelas, y, por mucho que las cosas vengan mal dadas, para todas las criaturas es una aventura apasionante avanzar en busca de su destino. Leyendo a Mendoza adivinamos que la vida tiene sentido: no sabemos cuál, pero estamos seguros de que ha de ser amable