Sócrates entre las víctimas
«¿Qué tal si insistimos en que las Matemáticas son la más pura expresión de la razón humana universal, esa que desatiende lenguas propias, prejuicios tribales, razas y órganos genitales y nos enfrenta de manera igual al código profundo del mundo y sus fenómenos?»
A punto de sonar el timbre y regresar a las aulas, no estaría de más recordar a un clásico. Lean: «La razón que he tenido para extenderme sobre este punto – señala Sócrates a Teeteto- es que sospecho… que tu alma está preñada y a punto de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy hijo de una partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, cuando te sea posible, a lo que te propongo; y si después de haber examinado tu respuesta creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen los que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes… yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta…» (Platón, Teeteto).
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Jeannie Suk Gersen, una de las rutilantes estrellas académicas de la Facultad de Derecho de Harvard ha relatado vivamente como a ella le costó «parir» en su primer año de Derecho y cómo esa fue finalmente una experiencia transformativa. Educada en el silencio reverencial que impregna su cultura coreana de origen, más cómoda en la soledad de la biblioteca que en el aula, poco a poco fue dándose cuenta de que podía pensar mejor, con más claridad, mediante el doloroso ejercicio de cuestionar los propios prejuicios a partir de las preguntas incómodas del profesor, el señalamiento de sus contradicciones, las inferencias inválidas, las intuiciones no suficientemente reflexivas, el análisis superficial. Gersen es hoy una de las mejores «comadronas» de la Facultad y no duda en reivindicar su papel (The Socratic Method in the Age of Trauma, 2017).
No lo tiene fácil. El método socrático del que Harvard hizo su bandera desde finales del siglo XIX – y que muchos espectadores españoles, los no tan jóvenes, quizá recuerden por la serie de televisión Vida de un estudiante (The Paper Chase)- fue puesto en tela de juicio allá por la década de los 70 del pasado siglo por ser una prístina expresión de una jerarquía académica que reverenciaba, con apariencia de neutralidad científica, un sistema jurídico que perpetuaba el poder de las élites dominantes. En aquél entonces, junto con el cuestionamiento de la «naturaleza del derecho» que la enseñanza en Harvard presuponía, la reivindicación de los conocidos como Critical Legal Studies (con el profesor Duncan Kennedy a la cabeza) era la de dinamitar el método garantizando que todo estudiante pudiera «pasar de participar» (el célebre no-hassle pass) sin que su negativa tuviera repercusiones académicas. No deja de constituir otra ironía (socrática) que con ello se sumaran al carro de las críticas de la primera hora a esa pedagogía interactiva, es decir, las de aquellos estudiantes que a principios del siglo XX acudían a Harvard con el propósito de recibir «sabiduría jurídica» por parte del maestro, no de escuchar la opinión de su compañero de pupitre Smith sobre el caso que se analizaba, que bien podría ser una «parida».
Hoy la censura es otra: el método socrático hace revivir «traumas» semejantes a los de las víctimas de agresiones sexuales, y violenta a las minorías, en particular a las mujeres, a quienes se fuerza a una suerte de masculinización, de acuerdo con los testimonios recogidos en 2013 en The Harvard Crimson.
Y de nuevo la ironía asoma: como nos recuerda Gersen, en el Harvard de los años 60 las mujeres no eran interlocutoras llamadas a pronunciarse sobre el supuesto jurídico que se discutía salvo en el conocido como ladies’ day cuando se las anticipaba que serían las protagonistas del diálogo, una mayéutica que, eso sí, se centraría en abordar cuestiones jurídicas más propiamente «de ellas», como por ejemplo la naturaleza jurídica del anillo de compromiso. Algunas de aquellas estudiantes, apunta Gersen, testimoniaron años después que ese día se sentían como «monos de feria». Yo mismo puedo dar cuenta de que en la década de los 80 en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid mis compañeras eran invitadas a salir del aula cuando tocaba explicar las diferencias entre la impotencia coeundi y generandi como causa de nulidad matrimonial en la asignatura de Derecho canónico. Hoy no son pocas las facultades de Derecho estadounidenses en las que muchas materias o asuntos sobre los que miembros de minorías raciales pueden sentirse traumatizados, o relativas a los delitos contra la libertad sexual, ni se enseñan, ni forman parte de diálogo socrático alguno, ni son objeto de examen. Y es que ya lo señalaban los jueces estadounidenses a finales del XIX: la dureza de la profesión jurídica no era apta para mujeres y eso justificaba que les fuera vetada la colegiación para el ejercicio de la abogacía. No quieren caldo de fragilidad: pues ahí van dos tazas.
Pero la razón tiene que ver, a mi juicio, también con el hecho de que el cuestionamiento puede erosionar ciertas creencias instaladas, dogmas que muchos prefieren mantener a buen recaudo en la conciencia colectiva: por ejemplo, la existencia de una «cultura de la violación» o de un sistema «heteropatriarcal» que todo lo impregna y explica. Mejor, entonces, que ese feto ideológico no se alumbre revelando su auténtica faz.
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Mi madre, que estudió en el colegio de las Mercedarias en el Madrid de los años 50 del siglo XX, acostumbraba a recordar que a ella las monjas no le enseñaron matrices cuando estudió Matemáticas porque era «de mal gusto». En los colegios públicos de Seattle desde el año 2019 se proyecta la puesta en marcha de un programa «étnico» para el estudio de las Matemáticas en los grados correspondientes a nuestros estudios de quinto y sexto de primaria. Con ello se trata de «rehumanizar» esa disciplina, y que los estudiantes se planteen «quién tiene el poder durante las clases de matemáticas», o que identifiquen «prácticas matemáticas opresivas en su experiencia cotidiana», y se cuestionen si las matemáticas «occidentales» son la única forma legítima de ciencia matemática, cómo «se han usado para perpetuar la desigualdad y la opresión», pero también cómo «el acceso al conocimiento matemático ha sido instrumental para la emancipación de pueblos y comunidades». Y no sigo.
Circula desde hace tiempo una simpática «evolución de la enseñanza de las matemáticas» que muestra cómo en la década de los 50 del siglo pasado los niños se enfrentaban a un problema aritmético árido («calcula el beneficio de un agricultor si vende tantas patatas a un precio X y los costes han sido 2/3 superiores a los del pasado año siendo éstos Y») y entrando el siglo XXI ese mismo «problema» tiene una formulación más inclusiva (el agricultor es no-binario), sensible a los desafíos medioambientales (no utiliza pesticidas) y no refractaria a la injusticia social imperante (en el problema el agricultor no-binario probablemente es un inmigrante explotado en la España vacía, vaciada o «vaciante»). Revelada la solución del problema en la formulación misma, nuestros escolares hodiernos deben limitarse a subrayar la palabra «beneficio» y poner en común sus reflexiones. El autor o autores de este sarcasmo tal vez proceden de Seattle.
En estos días hemos conocido que el nuevo currículo de la educación primaria pretende dar un enfoque «socioemocional» con «perspectiva de género» a las Matemáticas. Anida tras ese proyecto el de achicar la «brecha de género» en el aprendizaje y dominio de las Matemáticas, que, según revelan estudios como el de TIMSS (Trends in International Mathematics and Science Studies) de Boston College, sufren las niñas a partir de los 10 años. Ese mismo estudio revela también una brecha de género en lengua en perjuicio de los niños. Sabemos, además, que es muy superior el número de niños y adolescentes en la tasa de abandono escolar temprano, pero nada de esto último parece importar tanto.
Si por enfoque «socioemocional» en el aprendizaje de las matemáticas se entiende que se debe mejorar su didáctica para hacer su estudio más atractivo y despertar el interés de los estudiantes, ¿quién podría estar en contra? Pero no es necesario, para ello, conectar las Matemáticas con la experiencia cotidiana. Parafraseando uno de los muchos ejemplos que plantea Paul Lockhart en El lamento de un matemático, la formulación abstracta de una cuestión matemática («si conozco la suma y la diferencia de dos números, ¿cómo puedo saber de qué números se trata?»), no tiene por qué ser mucho menos capaz de convocar el interés de los escolares y empujar su conocimiento y aptitudes que la facilona ejemplificación de un cálculo «inclusivo», conducente a la empatía y expresivo de la importancia de la eco-sostenibilidad.
Y cosa más distinta todavía, y perniciosa, es que las Matemáticas deban ser instrumentales para la adquisición de «destrezas emocionales», con el coste de oportunidad que ello implica, y que se escamotee el rigor, la dificultad y complejidad de la ciencia matemática para evitar toda angustia, y a cambio se haga partícipes a los niños de las obsesiones meta-pedagógicas o de justicia social de sus maestros. Y no digamos ya si la “perspectiva de género» exige pasar por la aduana de la estigmatización de la condición femenina, predispuesta, pudiera parecer, a asquearse frente al cálculo matricial o a sufrir ansiedad por la trigonometría o el álgebra.
¿Qué tal si insistimos en que las Matemáticas son la más pura expresión de la razón humana universal, esa que desatiende lenguas propias, prejuicios tribales, razas y órganos genitales y nos enfrenta de manera igual al código profundo del mundo y sus fenómenos? ¿Qué tal, en definitiva, si tratamos de enseñar a los niños a traducir esa angustia ante la incapacidad propia en admiración por la excelencia ajena y prepararles así mejor para un mundo en el que deberán superar frustraciones de toda laya, para el que un narcisismo reforzado no parece la mejor receta? En estos tiempos en los que tanto se insiste en no «re-victimizar», urge empezar a «des-victimizar».
Bienvenidos a un nuevo curso que, espero, les brinde muchos y buenos «partos socráticos».