El alcance moral de la tauromaquia
«Los antitaurinos me recuerdan a los espectadores no iniciados que ante un cuadro de Pollock sólo ven una mancha de pintura»
Argumentar a favor de la tauromaquia es algo tan antinatural como tener que brindar razones en defensa del Romancero gitano. Es, en jerga jurídica, algo próximo a una tentativa inidónea, toda vez que al arte le ocurre lo que a los chistes: si lo tienes que explicar es que de algún modo ya has fracasado.
Los argumentos antitaurinos tienen una insigne tradición. Ya a finales del siglo XIX la conservadora Generación del 98 esgrimió argumentos en contra de los toros y algunos escritores como Eugenio Noel causaron gran suceso con su argumentación taurófoba. Todo se mitigó al fin cuando otra generación, esta sí progresista, la del 27, volvió a situar el toreo en el centro de la escena cultural.
En cualquier caso, es de justicia reconocer que la tauromaquia es un escándalo. Se trata de una expresión artística singular donde un toro muere (al igual que mueren las vacas de las que después extraemos las hamburguesas del McDonald’s) y en el que el proceso de su muerte se prolonga durante quince minutos ante la contemplación de un público que observa, atento y muchas veces conmocionado, las artes de un lidiador y su cuadrilla. No voy a discutir los hechos probados: hay sangre, dolor y muerte. Y los hay de verdad, quizá por ser la única expresión artística en la que no media mímesis o simulacro.
El argumento que se esgrime más habitualmente en contra de los toros es bastante frágil. Hay quienes, Jeremy Bentham en mano, apuntan que no se trata de preguntarnos si un animal puede hablar o razonar, sino de si puede sufrir. En caso de que la respuesta sea afirmativa, ahí habrá un sujeto digno de protección moral. No importa si es el obispo de Calahorra o un pepino marino.
El argumento es tentador, pero naturalmente inválido, pues si la capacidad de sufrimiento fuera nuestro marcador moral quedarían exentos de toda protección los humanos en estado vegetativo o, pongamos por caso, la memoria de los muertos.
En las páginas de este portal mi buen amigo David Mejía condensó de forma bastante precisa el núcleo de otro razonamiento algo más fino y también contrario a la lidia. Así, se preguntaba: «¿Qué estatuto moral otorgamos a un mamífero? Porque solo si consideramos que el toro carece de estatuto moral alguno (…) podemos justificar su sufrimiento y sacrificio en aras del disfrute de unos pocos».
El argumento tiene una apariencia sólida y en el caso de ser válido nos dejaría a los aficionados a los toros en una situación compleja. Creo, pese a todo, que tras una apariencia de operatividad ese razonamiento esconde una falacia. No es cierto que el sufrimiento de un toro sólo pueda justificarse exclusivamente en el caso de que no se le conceda valor moral alguno al animal. Es al contrario: sólo si se le concediera un valor moral muy concreto al bienestar del toro, esto es, un valor moral absoluto, las corridas de toros estarían éticamente desacreditadas.
Intentaré explicarme. Los dilemas morales rara vez adquieren la forma de un bien contra un mal, sino que las más de las veces exhiben una complejidad en la que se ponderan distintos bienes (o distintos males). En esa prorrata de valores y contravalores rara vez existen bienes totales y absolutos salvo, tal vez, la propia vida humana. Si embargo, ni el kantiano más impenitente estaría dispuesto a asumir hoy la condición absoluta, infinita o imparangonable de la vida de un hombre. El caso de la legítima defensa o cualquier escenario de vida contra vida propondrían un límite para esa consideración absoluta. La ponderación de infinitos siempre es compleja.
Por este motivo creo que el debate de los toros sólo podría resolverse a favor de la prohibición de forma definitiva si y sólo si alguien le concediera un valor absoluto, infinito e incomparable al bienestar del animal durante los quince minutos previos a su ejecución. O, también sería posible, en el caso de que ese daño supusiera una pérdida mayor que su contrapartida ética.
Los antitaurinos me recuerdan a los espectadores no iniciados que ante un cuadro de Pollock sólo ven una mancha de pintura. Creen —yo mismo lo creí— que el público que asiste a un festejo, para ellos sexagenarios con una gorra de Caja Rural y un cubalibre en la mano, van a la plaza a divertirse o, como apunta Mejía en su artículo, “a disfrutar”. Pero cualquier persona que se haya iniciado en la que para Lorca era “la fiesta más culta que hay en el mundo” sospechará que se trata de otra cosa. A los toros no va uno a experimentar ningún goce, de la misma manera que uno no lee a Hegel para pasárselo bien, sino para aprender.
Muchos asumimos que la contemplación de una corrida de toros es un proceso ascético y catártico en el que se convoca una verdad terrible y fecunda para la vida de los hombres. Es un ritual complejo y arcaico que se enmarca en una tradición sacrificial en la que la humanidad expone, exhibe y celebra el hiato ontológico que dista entre el humano y los demás animales. Una prueba de la complejidad de lo que acontece en la arena es la extraordinaria atención que personas de una sensibilidad superlativa como Orson Welles, Didi Huberman, Miguel Hernández o Angélica Liddell han mostrado por los toros.
Si el valor que se extrae de la lidia vale más que el bienestar del toro, la balanza moral caería a favor de la tauromaquia. Y recordemos, además, que en el cómputo de bienes que asisten a la tauromaquia habrían de sumarse razones ecológicas, zoológicas y económicas.
Creo que los argumentos aportados demuestran la complejidad del debate, pero aun cuando la razón analítica precipitara las conclusiones en contra de los toros, la verdad del misterio siempre saldría a su rescate. El humano es un animal feroz, mortal y violento. Y ya la tragedia ática, y mucho después Nietzsche, supo advertirnos que censurar esa condición sólo podría traernos males mayores. Acotar la crueldad y ritualizar lo terrible es, además de una experiencia estética y espiritual, una estrategia ética cargada de prudencia. Con la crueldad humana sólo caben dos opciones: o esconderla, o sublimarla. Y honestamente, creo que la tauromaquia es una de las mejores formas de hacer lo segundo.