MyTO

El alcance moral de la tauromaquia

«Los antitaurinos me recuerdan a los espectadores no iniciados que ante un cuadro de Pollock sólo ven una mancha de pintura»

Opinión

Stephane YAICH

  • Diego S. Garrocho es profesor de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de ‘Sobre la nostalgia’ y de ‘Aristóteles. Una ética de las pasiones’ es, también, el presidente del comité académico del think tank Ethosfera.

Argumentar a favor de la tauromaquia es algo tan antinatural como tener que brindar razones en defensa del Romancero gitano. Es, en jerga jurídica, algo próximo a una tentativa inidónea, toda vez que al arte le ocurre lo que a los chistes: si lo tienes que explicar es que de algún modo ya has fracasado.

Los argumentos antitaurinos tienen una insigne tradición. Ya a finales del siglo XIX la conservadora Generación del 98 esgrimió argumentos en contra de los toros y algunos escritores como Eugenio Noel causaron gran suceso con su argumentación taurófoba. Todo se mitigó al fin cuando otra generación, esta sí progresista, la del 27, volvió a situar el toreo en el centro de la escena cultural.

En cualquier caso, es de justicia reconocer que la tauromaquia es un escándalo. Se trata de una expresión artística singular donde un toro muere (al igual que mueren las vacas de las que después extraemos las hamburguesas del McDonald’s) y en el que el proceso de su muerte se prolonga durante quince minutos ante la contemplación de un público que observa, atento y muchas veces conmocionado, las artes de un lidiador y su cuadrilla. No voy a discutir los hechos probados: hay sangre, dolor y muerte. Y los hay de verdad, quizá por ser la única expresión artística en la que no media mímesis o simulacro.

El argumento que se esgrime más habitualmente en contra de los toros es bastante frágil. Hay quienes, Jeremy Bentham en mano, apuntan que no se trata de preguntarnos si un animal puede hablar o razonar, sino de si puede sufrir. En caso de que la respuesta sea afirmativa, ahí habrá un sujeto digno de protección moral. No importa si es el obispo de Calahorra o un pepino marino.

El argumento es tentador, pero naturalmente inválido, pues si la capacidad de sufrimiento fuera nuestro marcador moral quedarían exentos de toda protección los humanos en estado vegetativo o, pongamos por caso, la memoria de los muertos.

En las páginas de este portal mi buen amigo David Mejía condensó de forma bastante precisa el núcleo de otro razonamiento algo más fino y también contrario a la lidia. Así, se preguntaba: «¿Qué estatuto moral otorgamos a un mamífero? Porque solo si consideramos que el toro carece de estatuto moral alguno (…) podemos justificar su sufrimiento y sacrificio en aras del disfrute de unos pocos».

El argumento tiene una apariencia sólida y en el caso de ser válido nos dejaría a los aficionados a los toros en una situación compleja. Creo, pese a todo, que tras una apariencia de operatividad ese razonamiento esconde una falacia. No es cierto que el sufrimiento de un toro sólo pueda justificarse exclusivamente en el caso de que no se le conceda valor moral alguno al animal. Es al contrario: sólo si se le concediera un valor moral muy concreto al bienestar del toro, esto es, un valor moral absoluto, las corridas de toros estarían éticamente desacreditadas.

Intentaré explicarme. Los dilemas morales rara vez adquieren la forma de un bien contra un mal, sino que las más de las veces exhiben una complejidad en la que se ponderan distintos bienes (o distintos males). En esa prorrata de valores y contravalores rara vez existen bienes totales y absolutos salvo, tal vez, la propia vida humana. Si embargo, ni el kantiano más impenitente estaría dispuesto a asumir hoy la condición absoluta, infinita o imparangonable de la vida de un hombre. El caso de la legítima defensa o cualquier escenario de vida contra vida propondrían un límite para esa consideración absoluta. La ponderación de infinitos siempre es compleja.

Por este motivo creo que el debate de los toros sólo podría resolverse a favor de la prohibición de forma definitiva si y sólo si alguien le concediera un valor absoluto, infinito e incomparable al bienestar del animal durante los quince minutos previos a su ejecución. O, también sería posible, en el caso de que ese daño supusiera una pérdida mayor que su contrapartida ética.

Los antitaurinos me recuerdan a los espectadores no iniciados que ante un cuadro de Pollock sólo ven una mancha de pintura. Creen —yo mismo lo creí— que el público que asiste a un festejo, para ellos sexagenarios con una gorra de Caja Rural y un cubalibre en la mano, van a la plaza a divertirse o, como apunta Mejía en su artículo, “a disfrutar”. Pero cualquier persona que se haya iniciado en la que para Lorca era “la fiesta más culta que hay en el mundo” sospechará que se trata de otra cosa. A los toros no va uno a experimentar ningún goce, de la misma manera que uno no lee a Hegel para pasárselo bien, sino para aprender.

Muchos asumimos que la contemplación de una corrida de toros es un proceso ascético y catártico en el que se convoca una verdad terrible y fecunda para la vida de los hombres. Es un ritual complejo y arcaico que se enmarca en una tradición sacrificial en la que la humanidad expone, exhibe y celebra el hiato ontológico que dista entre el humano y los demás animales. Una prueba de la complejidad de lo que acontece en la arena es la extraordinaria atención que personas de una sensibilidad superlativa como Orson Welles, Didi Huberman, Miguel Hernández o Angélica Liddell han mostrado por los toros.

Si el valor que se extrae de la lidia vale más que el bienestar del toro, la balanza moral caería a favor de la tauromaquia. Y recordemos, además, que en el cómputo de bienes que asisten a la tauromaquia habrían de sumarse razones ecológicas, zoológicas y económicas.

Creo que los argumentos aportados demuestran la complejidad del debate, pero aun cuando la razón analítica precipitara las conclusiones en contra de los toros, la verdad del misterio siempre saldría a su rescate. El humano es un animal feroz, mortal y violento. Y ya la tragedia ática, y mucho después Nietzsche, supo advertirnos que censurar esa condición sólo podría traernos males mayores. Acotar la crueldad y ritualizar lo terrible es, además de una experiencia estética y espiritual, una estrategia ética cargada de prudencia. Con la crueldad humana sólo caben dos opciones: o esconderla, o sublimarla. Y honestamente, creo que la tauromaquia es una de las mejores formas de hacer lo segundo.

2 comentarios
  1. Asurbanipal

    La Filosofía se presta mal a servir de coartada para acciones y pensamientos vergonzantes. Cualquier intento en ese sentido deja siempre el engaño más o menos a la intemperie, mal cubierto por una maraña de burdos sofismas fabricada para aturdir. Pero la maraña se deshace enseguida si uno se acerca a ella con un poco de rigor. Es lo que sucede con esta defensa de la tauromaquia.

    La muerte de los toros en la plaza no es igual que la de las vacas en el matadero (que también a muchos nos supone un problema, que se puede suavizar mediante algún método de anestesia que evite el sufrimiento). No hay duda de que el toro puede sufrir, sufre dolor y angustia cuando le desgarran la carne con pinchazos, y lo exterioriza físicamente. Es evidente, lo sabemos por empatía. Pero es un animal fuerte que puede defenderse, salvo por la peculiaridad de que se siente irremediablemente atraído por el color del capote. Los humanos descubrieron ese punto flaco, y algunos decidieron aprovecharlo para disfrutar de un juego de riesgo. No necesita el toro ninguna «protección moral «, solo necesita y quiere (podemos intuirlo, no expresa precisamente placer) que dejen de atacarlo, de herirlo. Necesita una protección física, es decir, que lo dejen en paz en su dehesa. Si alguien propone darle además «protección moral» (sea lo que sea, malo no parece), pues estupendo.

    Yo no creo que el obispo de Calahorra sea un animal como lo es el pepino de mar. Que no, vaya, que no. A pesar de todo.

    El sufrimiento (que no es una capacidad, sino una reacción) no es el único criterio moral. Por eso no están privadas (no «exentas») de protección las personas en estado vegetativo,  etc. El toro y los demás mamíferos no tienen ningún «estatuto moral» (qué pedantería), la condición moral incumbe solo al ser humano, que es quien debe decidir si le gusta ver martirizado a un animal. Así de simple, sin hojarasca altisonante. Lo que  «justifica» el sufrimiento del toro es la voluntad de los humanos de causárselo, nada más. Y viceversa. El individuo humano elige si el bienestar del toro es para ella/él un bien absoluto, y por tanto digno de ser preservado. Es una cosa contra la otra, no es tan raro este dilema, que al final no admite rebaja ni componendas. Y para quienes escojan que es un bien, las corridas de toros están «éticamente desacreditadas».

    Ahora bien, tampoco aspiro a que el «debate de los toros quede decidido definitivamente a favor de la prohibición» porque «alguien» conceda un valor absoluto al bienestar del toro durante su «ejecución» (sic).
    (El propio autor sirve en bandeja los mimbres para la refutación de su tesis. ¿No estará menos cómodo con ella de lo que él mismo cree?).

    Hace mucho tiempo que la llamada «sociedad occidental» abandonó las tradiciones sacrificiales, eso aquí y hoy si no es historia es solo mala literatura. Y también hace mucho que sabemos que no existe ningún «hiato ontológico» entre los humanos y ciertos mamíferos. La idea de tal «hiato» está muy superada, muchos pensamos que felizmente. Entre esos animales y los humanos hay una continuidad natural y cultural, mental, de la que cada vez se sabe más y es un factor imprescindible para comprender la evolución humana. Celebrar la existencia de este «hiato» imaginario es apostar contra la ciencia, empecinarse en la perpetuación de una idea moribunda. Cuando la Filosofía desoye a la Ciencia deja de ser Filosofía, se queda en charlatanería.

    La inmensa mayoría de los aficionados van a los toros a disfrutar de la destreza del «ejecutor» y de las aptitudes que (¡encima!) exigen al toro. No van a presenciar un drama sacrificial con simbolismo cósmico. No hay más que preguntar, y contemplar su regocijo en el tendido (por la tele mejor, un ratito). Para ellos la experiencia no tiene nada que ver con aprender.
    Por mucho que se repitan los comodines «arte», «estético», «espiritual», el cuadro no mejora: la realidad cruda de una pandilla de abusones agrediendo sanguinariamente y con ventajismo a una bestia carente de malicia. No hay corridas de tigres.

    No podían faltar los consabidos argumentos de autoridad. (No se cita a Picasso, qué raro, parece que por algún motivo ya no sirve bien como munición. Tampoco a Hemingway, otro que parece cancelado para esta disputa. Ay ay ay, que se pierden los referentes…). Welles, como los otros, tenía una «sensibilidad superlativa» según para qué, en algunos asuntos podía ser muy basto. Además, ¿qué demuestra su toma de partido contra el toro? ¿Le da un barniz de respetabilidad y prestigio cultural a la tortura? ¿Ser un artista genial otorga lucidez para juzgar la ética de un espectáculo popular?El suyo es un voto más entre la multitud, sujeto como todos a las debilidades mundanas. Y esos personajes vivieron en una época en la que todavía no se había extendido la compasión por determinados animales maltratados por los humanos. ¿Acaso no se progresa en algunas cuestiones?

    El ser humano es mortal, pero no forzosamente «feroz y violento». Solo lo es si se permite a sí mismo serlo. Frente a las opciones de esconder la crueldad o sublimarla está la de no ejercerla, y no alimentarla en uno mismo y en los demás. No es difícil lograrlo, solo hay que empatizar y razonar en consecuencia. (Por cierto, ¿las corridas de toros son una manera de sublimar la crueldad? ¿Se sublima la crueldad practicándola? Es como decir que la libido se sublima follando). La humanidad no necesita la tauromaquia para «acotar la crueldad y ritualizar lo terrible», por eso la mayor parte de ella se abstiene de participar en ese pretendido rito.

    Hay en el artículo más afirmaciones absurdas, zarandajas de guarnición. «Acercarse a Hegel para aprender», «es antinatural argumentar en favor del Romancero gitano», «la tragedia ática nos advirtió…» En fin, cualquiera puede verlas.

    Yo preferiría que los aficionados se quitaran cualquier máscara deficientemente intelectual y dijeran con franqueza lo que piensan realmente: «sí, vale,  me gustan las corridas, y si el toro sufre que se joda, me importa un bledo, no dejaremos que su sangre y su angustia nos fastidie el espectáculo y el negocio». Nos ahorraríamos fatigosas peroratas.

    Leyendo este artículo se comprende muy bien el creciente descrédito docente de la Filosofía. Y aún hay quejas porque se pone en tela de juicio el beneficio que se dice que aporta a los estudiantes, muchas veces encomiando lo buena que es para fomentar el «sentido crítico». Qué risa. Desperdicio de dinero, de tiempo y de energía.
    «Ethosfera» puede que sea un «tank» formidable, pero «think», lo que se dice «think»…

  2. ToniPino

    Ya. Se puede filosofar todo lo que se quiera sobre sobre la belleza y grandeza de la tauromaquia y las metáforas que encierra, sobre la mucha literatura que ha generado, sobre los derechos de los animales o sobre la violencia y la agresividad humana, pero yo me quedo en algo más elemental, y es que a mí me parece que la tauromaquia es una actividad bastante cruel y salvaje que no me despierta ningún valor positivo. No le veo la gracia a torturar y matar a un toro de esa manera, la verdad.

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