La letra escarlata no es cosa del pasado
«Si el populismo es fácilmente reconocible, por su ruido demagógico; mucho más insidiosa resulta ser la tercera amenaza: el regreso de la censura»
Se pregunta Anne Appelbaum «¿cuántos manuscritos estadounidenses quedan ahora en los cajones de los escritorios porque sus autores temen un juicio arbitrario?»
La periodista norteamericana Anne Appelbaum lleva años advirtiendo de las amenazas a la libertad que parecen turnarse, como en una carrera de relevos. Primero fue la más obvia: la que representó el totalitarismo marxista, que describió en dos libros Gulag (Premio Pulitzer) y El telón de acero. La destrucción de Europa del Este. Sabía de lo que hablaba, fue corresponsal de The Economist en Europa oriental en los años álgidos que precedieron a la caída del Muro; y está casada con el polaco Radoslaw Sikorski, que fue ministro de Exteriores y Defensa.
La segunda amenaza se incuba inesperadamente en ese mundo liberado de la bota soviética: el populismo. Appelbaum lo detecta entre algunos de sus propios amigos y colegas con los que celebró la caída del Muro. Se han dejado seducir por el nacionalismo y la autocracia. Lo explica en su reciente libro El ocaso de la democracia, en el que alerta de cómo un alien autoritario comienza a asomar el hocico no sólo en regímenes del antiguo bloque del Este como el polaco y el húngaro; sino también en EE.UU. o Reino Unido, extendiéndose por las democracias liberales.
Pero si el populismo es fácilmente reconocible, por su ruido demagógico; mucho más insidiosa resulta ser la tercera amenaza: el regreso de la censura, pero no a través de medidas coercitivas de jueces y gobiernos, sino mediante el rechazo social y la llamada cultura de la cancelación. Una forma más difusa de introducir el miedo en sociedades abiertas, liberales y avanzadas. Como ha dicho Darío Villanueva, exdirector de la Real Academia en su libro Morderse la lengua, «una forma posmoderna de censura, que emana de una fuerza líquida o gaseosa, hasta cierto punto indefinida, relacionada con la sociedad civil. Pero no por ello menos eficaz, destructiva y temible».
En Estados Unidos -señala Appelbaum en The Atlantic– es posible conocer «a personas que lo han perdido todo —trabajo, dinero, amigos, colegas— no por violar la ley exactamente, sino por haber roto códigos sociales relacionados con la raza, el sexo, el comportamiento personal o incluso el humor aceptable, que puede que no existieran hace cinco años o incluso cinco meses».
Oficialmente los censores de lápiz rojo han pasado a la historia; y todos los ordenamientos jurídicos de Occidente defienden las libertades de expresión, de cátedra, de pensamiento. Sin embargo, «¿cuántos manuscritos estadounidenses quedan ahora en los cajones de los escritorio porque sus autores temen un juicio arbitrario?» se pregunta Appelbaum. Esto de los cajones recuerda a nuestro Quevedo en su celda de Villanueva de los Infantes, escondiendo sus escritos satíricos para burlar a sus censores. Con la diferencia de que no estamos en la España de la Inquisición.
Pone Appelbaum, entre otros ejemplos, el del conocido ensayista holandés Ian Buruma, autor de Asesinato en Amsterdam, que dimitió como editor de The New York Review of Books en una disputa relacionada con el #MeToo. A partir de entonces, varias de las revistas donde llevaba escribiendo tres décadas dejaron de contar con él.
Y numerosos profesores de campus norteamericanos se han enfrentado a la disyuntiva de guardar silencio o coger la puerta. «Me despierto todas las mañanas con miedo de enseñar» le ha llegado a confesar un docente a Appelbaum.
La periodista descubre un curioso paralelismo entre esa censura maquillada -como la califica el jurista Paul Coleman-, y el clima de miedo en los países satélites de la URSS. El miedo y el qué dirán, los vecinos y/o colegas convertidos en delatores… hacían que muchas personas se sintieran obligadas, por el bien de su carrera, o el de su familia, a «repetir eslóganes en los que no creían o a hacer actos de reverencia pública a un partido político que despreciaban en privado».
Todo ello lleva a Anne Appelbaum a sostener que no es cosa del pasado la famosa letra escarlata de la novela del mismo título de Nathaniel Hawthorne. La protagonista de la historia, en el Boston del siglo XVII, es acusada de adulterio por los puritanos, por haber tenido un hijo fuera del matrimonio y negarse a revelar el nombre del padre. Le ponen la letra «A» de adúltera y la excluyen de la sociedad. ¿Resulta forzada la comparación de Appelbaum?