Revolcones vitales
«Me gusta creer que la mayoría vamos comprendiendo más y juzgando menos a medida que cumplimos años»
Yo me caí en la marmita de la indignación hace tiempo y no quiero volver ahí ni amarrada, pero justo cuando creo que me estoy haciendo vieja y que me he convertido por fin en la princesa de la ecuanimidad, leo algo que me enciende y me revuelvo como una bicha. Está bien revolverse porque da vidilla y me gusta sentir que tengo sangre en las venas, pero hay que andarse con ojo; es peligroso dejarse llevar. He trabajado mucho el encabronamiento permanente y el qué fatal está todo, es verdad, qué verdad es, pero llega un punto una vez superados los veintitantos en el que se tiene la responsabilidad de no andar buscando gresca las 24 horas del día y, en cambio, se tiene la obligación de probar a entender que la vida es a veces muy dura. Que cada uno la lleva lo mejor que puede y que ya sería bonito que nos esforzásemos un poco más en ser amables con las debilidades ajenas. Ya comprendo que escribir es desagradecido y el señalar las faltas imperdonables de los demás es la mejor manera de llegar al aplauso fácil. Pero es un sistema que tiene la mecha corta: a medio plazo se olvida y solo deja la estela enlodada del follón.
Cuando tuve a Lucas, un bebé tranquilo, conforme con la vida, al que bastaba achucharlo para que estuviese contento, estaba segura de que mi hijo era santo gracias a mí. Era evidente que yo lo estaba haciendo fenomenal y los demás no. Así estuve año y medio, mirando con una condescendencia mal disimulada a los padres que me rodeaban. Hasta que vino Violeta. Violeta llegó al mundo con la cara de guasa puesta, mirándome como la que comparte una broma privada; solo le faltaba guiñarme un ojo. Además de la cara de guasa trajo consigo una opinión muy definida sobre todo en general, y raramente estaba conforme con nada. Que la achuchasen le importaba, pero no la consolaba, y a menudo se hacía oír alto y claro en un radio de varios kilómetros. Todavía no sabemos cuál será la mayor contribución de Violeta a la humanidad, pero de momento a mí me parece bastante que su primera misión consistiese en enseñarle a su madre que no era tan lista como pensaba. Lástima que el ser humano olvide tan pronto.
Yo creía que había aprendido la lección, pero nuestra soberbia no tiene límites –o a lo mejor es nuestra humildad la que tiene mala memoria– y, hace un año, cuando andaba convencida, una vez más, de lo bien que lo estaba haciendo todo, el destino vino a bajarme los humos de nuevo. Esta vez lo hizo de forma más contundente. Desde entonces he hecho poco más que batallar para recuperarme del revolcón que me dio el azar en forma de ola gigante e ir componiendo una nueva vida con los pedazos de la anterior. De momento es pronto para sacar ninguna lección concreta de todo lo que me ha pasado, pero me van quedando claras un par de cosas: uno, que la suerte juega un papel mucho más importante de lo que solemos pensar, y dos, que no sabemos, no sabemos, hay tanto que no sabemos. Vislumbramos apenas la superficie del entramado de relaciones y certezas en las que vivimos cada día y me imagino que está bien que así sea, porque dudo mucho que sea soportable vivir con la consciencia constante de lo frágiles que son los pilares en los que se apoyan nuestras vidas.
Yo no sé si los viejos se encienden menos porque saben mejor de qué somos capaces. Es verdad que los hay que viven encabronados hasta el último día, pero me gusta creer que la mayoría vamos comprendiendo más y juzgando menos a medida que cumplimos años. Paul Auster dice en la introducción a su libro Creía que mi padre era Dios (Anagrama, 2002): «Si no tenemos una certeza absoluta ante nada y si todavía poseemos una mente lo suficientemente abierta como para cuestionar lo que estamos viendo, tendemos a mirar el mundo con mayor atención, y, de esa observación, surge la posibilidad de ver algo que nadie había visto nunca. Debemos estar dispuestos a admitir que no se conocen todas las respuestas». Yo estoy de acuerdo con él porque pienso que en esa posibilidad de ver cosas que nadie ha visto nunca antes se incluye el ver a las personas que tenemos a nuestro alrededor de un modo más generoso y menos severo. El día que uno comprende que es capaz de hacer lo inimaginable es un buen día para todos los que lo rodean. Si somos capaces de enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestras debilidades y, sobre todo, si somos capaces de perdonárnoslas, nos será mucho más fácil conceder ese perdón a los demás. Quedarnos en la superficie, reducir a un cliché a cualquiera que esté intentando vivir su vida de un modo distinto, buscando consuelo o placer donde puede, señalar, en resumen, lo que consideramos la frivolidad ajena, no es más que una forma muy inmadura de señalar la propia.