Los nuevos Paracelsos
«La medicina occidental ortodoxa sufre de la misma soberbia que la renacentista: no escucha, receta»
En una serie de ensayos sobre el renacimiento, Hugh Trevor-Roper (quizás el mejor historiador que parió Inglaterra el siglo pasado) consigue lo que solo los más eternos e incorregibles Oxford Dons pueden lograr: elevar ante las más doctas lupas de la escolaridad a un borracho indómito del que ya nadie se acordaba. Me refiero, como sugiere el título, a Paracelso, un médico suizo de curiosas profecías que, provisto de nuevas combinaciones botánicas y alquímicas, logró una auténtica revolución en la medicina occidental a punta de intoxicar a sus pacientes.
La cosa tiene mérito. En el siglo XVI, la medicina europea era el colmo de la ortodoxia: enseñoreados en las grandes universidades de Boloña, Oxford y París, los doctores tradicionales (en rigor, galenistas e hipocráticos) defendían a las sanguijuelas y los cuatros humores del cuerpo como cruzados a los dogmas de la fe. Mitad sacerdotes, mitad profesores de latín, recibían a los pacientes en sus consultas hablando de los planetas y la influencia de los ángeles. Más puritanos que los quemabrujas, más odiosos que los comeflores de las universidades norteamericanas, los galénicos estaban dispuestos incluso a censurar a la corte y al rey si estos se iban, como era a todas luces entendible, a por segundas opiniones. Nadie, por supuesto, se curaba.
Paracelso, alma intranquila, luchó contra el establishment con su cuaderno y su mochila. Recién graduado de Ferrara de medicina, se fue a buscar «el conocimiento universal que no reside en las facultades o en los libros» sino, como quedó claro luego, en los hongos, los alcoholes y la botánica. Viajó por Holanda, Austria, Portugal, Hungría, Constantinopla, Escandinavia, España, Polonia y Rusia haciendo un pormenorizado inventario de todo lo que ahí la tierra y sus chamanes ofrecían. En el proceso, reintrodujo el opio a Europa y salvó a nada más y nada menos que Erasmo de la muerte.
Al volver a Basilea, su fama le consiguió un largo séquito de pacientes ricos cansados de que les cortaran las venas para bajarles la fiebre, además del título de profesor universitario. Empezó a publicar libros de filosofía hermética y neoplatónica que describían un ebrio universo poblado por gnomos, ondinas, salamandras y sílfides en constante lucha alquímica y elemental. Un mundo hinchado de tóxicos varios que debían ser equilibrados y dosificados (dosis sola facit venenum) para lograr una milenaria ‘revolución química’, un trago final que nos llevaría a todos al paraíso. Años después, Paracelso moriría en una taberna en Salzburgo, al parecer por una semerenda sobredosis de quién sabrá qué.
La furia de la facultad de medicina de París, que Trevor-Roper detalla en un ensayo aparte, fue legendaria y duró varias generaciones. Lo cierto es que con el tiempo las contribuciones de Paracelso a la medicina (la antiséptica, la idea de que la enfermedad es causada por agentes externos, el uso empírico de la botánica, el diagnóstico clínico con medicamentos sumamente específicos) quedaron, destiladas de su idiosincrasia, su ebriedad y su locura.
Cuento todo esto para hablar de algo que sucede hoy en día. En mi opinión estamos ante un segundo ‘momento paracélsico’, una nueva dialéctica médica entre la ortodoxia farmacéutica y la nueva escuela del ayuno y la botánica. Como hace cinco siglos, los primeros regañan a sus pacientes si empiezan a mirar al otro lado, y los segundos confunden la iluminación con el deslumbramiento. El mercado, como antes, está generando nuevos equilibrios. Gracias al autodiagnóstico por Google y la entrada al mainstream a través de documentales por Netflix, los nuevos paracelsos han ido ganando terreno. Y, para más inri, han empezado a dar resultados.
Además de influyentes estudios que demuestran cosas como que la psilocibina ayuda enormemente a pacientes con trastorno depresivo mayor, el ayuno activa la regeneración intracelular (autofagia), y algunos hongos recuperan el sistema nervioso, les comparto, para lo que valga, mi propia experiencia anecdótica. Después de varios años de altiplanos y dietas volátiles, llevo dos meses ayunando como un auténtico cazador-recolector. Me paso, todas las semanas, dos días y medio sin comer. Sorprendentemente, no he pasado hambre, no me he desmayado, no me ha dado un pálpito, sino que al contrario he podido seguir trabajando y haciendo ejercicio tanto, o más, que antes. En el proceso, he perdido una pelota de kilos, he resuelto un problema anti-inmune que tenía en la piel, mi mente ha saneado con mi cuerpo y, sobre todo, he persistido en el esfuerzo sin que me cueste demasiado.
Ya rendido a su escrutinio, queridos lectores, confieso que he empezado también a comprar distintos brebajes botánicos por internet (melena de león y ashwaganda). Es posible que sea como aquellos nobles borgoñeses que, cansados de que les den tratamientos cuyos efectos secundarios eran peores que los primarios, huían de sus médicos a los verdosos rocíos de Paracelso. Pero lo curioso es que no estoy solo en este éxodo. Una amiga, a la que tras dos semanas de tratamiento de roacután se le estaba literalmente crujiendo la piel, se quitó el acné a punta de no comer gluten o lácteos y beber agua con pasas. Mi madre perdió veinte kilos y casi lo mismo en años desoyendo el viejo consejo de contar calorías, comer cada quince minutos, y evitar las grasas. Será placebo, pero es salud.
Aunque lo dudo. Les prometo que aún no veo gnomos ni salamandras. He seguido en todo mi proceso a voces competentes y autorizadas, auténticos doctores como Pradip Jamnadas (Yale), David Sinclair (Harvard) y Yoshinori Ohsumi (Universidad de Tokyo, premio nobel). Sé distinguir un paper de un panfleto New Age o de una fórmula homeopática. Yo también creo en la ciencia y los resultados. El problema es que mi médico de Madrid, y la mayoría de su generación, siguen en sus chorizos con patatas, sus toda cura viene en forma de pastilla.
La medicina occidental ortodoxa sufre de la misma soberbia que la renacentista: no escucha, receta. A diferencia de la anterior, la nuestra es consecuencia de un triunfalismo justo y entendible: son muchas las cosas que hemos aprendido a curar en los últimos cien años. Tantas, que pareciera que ya da igual enfermarse. ¿Diabetes? Tómate esta pastilla y no le digas adiós al pan blanco. Pero la síntesis eventualmente llegará. Y Paracelso y sus locuras volverán a sanarnos.