Antonio Martínez Sarrión: el viento duro
«Antonio Martínez Sarrión fue un poco gamberro desde sus primeras armas poéticas, y nunca ha renunciado a una poesía que está ante todo liberada de cualquier ceremonia que no sea la del humor»
«mira que si estuviera destrozada / si ya fue leña algún oscuro invierno / la mesa de billar ya desechada / donde aquella sirvienta contaba obscenidades / y todos nos reíamos / enamorado tú? / qué tiempo en la cocina! / el cielo raso lóbrego / corrían los ratones dios qué risa / mi madre: mira mira los ratones / cómo se están volviendo a su agujero / la cortina de trapos amarillos / las cadenas / que oímos una noche de tormenta / tú patinando por aquel casino / con tu cara oriental / y nada que creí morirme / de amor / lo cierto es que te llevo muy adentro»… Antonio Martínez Sarrión (Albacete, 1939) fue un poco gamberro desde sus primeras armas poéticas, y nunca ha renunciado a una poesía que está ante todo liberada de cualquier ceremonia que no sea la del humor, un humor muy particular, algo así como un afán de mala vida, una falsa amoralidad, muy consciente, convertida en versos duraderos. Él se parecía mucho a su poesía: su enorme cultura no le impedía ser un poco bruto, pero ese rasgo de carácter, evidente desde el primer segundo, le hacía más tierno, más cercano, casi más vulnerable. Era un hombre que, se veía enseguida, podría ser iracundo, y sin embargo resultaba invariablemente amable.
Me entero de su muerte en el Retiro, donde tan habitual era verlo pasear hasta hace unos años, cada vez más lento, con una miopía tan creciente que casi derivó en ceguera. Dedicó a ese parque, junto al que ha vivido durante décadas, uno de sus últimos libros de prosa, pero en ese campo destacan, sobre todos, dos libros: Infancia y corrupciones, el muy notable primer tomo de sus memorias (los otros dos se deslizaban a menudo hacia una vulgaridad algo desaforada, ya sin frenos), y Sueños que no compra el dinero, su apasionada monografía sobre los escritores surrealistas. Pero Martínez Sarrión quedará como poeta: era el mayor (no sólo en edad) de los «Novísimos», y compartía con los mejores de ellos (Vázquez Montalbán, Azúa…), cada uno muy a su modo, ese tono poco serio que sin embargo era compatible con la importancia claramente concedida a la propia obra. Querían decir cosas importantes, y las dijeron, pero tras entender (o por entender) que cualquier solemnidad o inflamación conspiraría contra sus logros. Siempre es mejor pasarse de ganso que de pesado, mejor siempre la broma que la lágrima (aunque éstas pueden ir juntas, como bien demuestra la poesía de Luis Feria, o de Ginés Liébana, o incluso de María Victoria Atencia…), y eso explica también el amor sincero, profundo y bien documentado que sentía por las bufonadas e incluso las violencias de los vanguardistas.
Epigramático a veces, sarcástico, corrosivo, vigilante y socarrón, Antonio Martínez Sarrión no se «cortaba», no se reprimía, como en la poética que, en 1986, cerraba su libro De acedía, y que confirma lo dicho arriba sobre su concepción de la lírica: «Ni arma cargada de futuro / ni con tal lastre de pasado / que suponga sacarse de la manga /una estólida tienda de abalorios / con la oculta intención de levantar efebos. / La poesía es fábrica de castigados muros / con alto tragaluz que sólo al azar filtra / la más perecedera luz del sueño». Igual que declaraba a gritos sus complicidades y sus desprecios, tuvo grandes compañeros de viaje y hubo quien, damnificado por su humor elemental, de trazo grueso, lo miró muy de reojo.
Funcionario público, traductor ocasional y cinéfilo notorio, comenzó entre los jóvenes que rodeaban a Juan Benet, y ha terminado tal vez algo aislado, retirado a su memoria y a sus silencios. En 2007 la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales me encargó que le ayudase a corregir el citado Sueños que no compra el dinero, y durante dos o tres semanas acudí a su domicilio de la calle Alfonso XII, muy cerca de la casa de Cajal, para revisar un libro que ya era estupendo pero que venía muy averiado de erratas por su mala vista, que también le mortificaba. Aquellas mañanas fueron jornadas divertidas y didácticas, metidos los dos en una biblioteca heterodoxa y caótica que delataba la variedad de sus intereses, mucho más complejos que lo que su personalidad, aparentemente primitiva en ocasiones, podría hacer pensar tras un conocimiento superficial. Tenía, en efecto, algo de niño grande, espontáneo, caprichoso y sentimental, una bonhomía que invariablemente se manifestaba a través de lo burlón, y, ya lo he dicho, una cultura que jamás era ostentosa, sino una excusa más para disfrutar.
Libros suyos como Ejercicio sobre Rilke (en Pamiela) o el poema exento Cantil (primero en La Veleta, y luego en Nausicaä) son experiencias de lectura muy gustosas, entre la erudición o, mejor, cierto culturalismo controlado, y el disparate más consciente, cierto desmadre significativo. Ha sido, en fin, un gran poeta, estruendoso y discreto a la vez, locuaz y no desbordantemente fecundo. Cuando quería, emocionaba, pero me parece que prefería encogerse de hombros y retirar la afectación, aliarse con los grandes comediantes de la Antigüedad, ser uno más de sus queridos bohemios parisinos, un ángel caído a conciencia, con un punto de profeta y otro de vándalo, con una bondad grande que a menudo se convertía en alboroto. Leía a Carl Sagan, su palabra favorita era «insurrectos» y ha muerto a las puertas de «Octubre», mes al que le dedicó un gran poema: «¿Y ha de ser siempre así? / Las tardes cruzan / entre el Valium atroz y el acecho de los árboles / a fin de sorprender ese ocre de la hoja, / nuncio de los despojos imparables / que, una vez más, esparcirán mis pasos / rumbo a sueños tachados. // De esa rutina sólo el viento duro / portando la fragancia de la lluvia / permitirá una honda, furtiva bocanada. / Y habrá que atesorarla como rara moneda / frente a la grave usura del invierno».