A golpe de mar
«Para alguien acostumbrado al tráfago parlamentario, nada hay más chocante en el Carrumeiro que su patrón»
Movido por una fantasía infantil, un periodista cuarentón se enrola en un barco arrastrero al que nadie quiere subirse, camino de uno de las zonas de pesca más peligrosas del mundo. Solo sabe del feroz caladero de Gran Sol lo que leyó en la novela de Aldecoa. Pronto descubrirá que los marineros del Carrumeiro odian el mar con intensidad; que los que no mueren ahogados terminan volviéndose locos: «regresar al vagabundeo del océano es salir a ganar el sitio donde no hay sitio que ganar». De esto, a grandes rasgos, va la primera novela de Antonio Lucas, Buena mar (Alfaguara).
Para alguien acostumbrado al tráfago parlamentario, nada hay más chocante en el Carrumeiro que su patrón. Lolo vocifera órdenes que se cumplen sin rechistar, porque «un barco no es una democracia». ¿Pacta sunt servanda? Del pactismo y sus servidumbres no queda ni la raspa. Ni la unidad de la tropa ni la hoja de ruta derivan de consenso alguno. Bajo su égida hobbesiana, Lolo timonea el Leviatán sin objeciones, porque no hay más auctoritas que la de quien empuña el gobernalle. No hace falta un plebiscito para convenir que donde hay patrón no manda marinero.
Calma chicha… Experimentados novelistas paletean sin portulano ni ruta de cabotaje. Unos calafatean como pueden, a media vela y renqueando, y otros se encierran directamente en las sentinas de la autocomplacencia. Sus historias, que siempre son las mismas, no llegan a puerto: se caen de las manos. Y en estas aparece el poeta Antonio Lucas, debutando a flor de agua con una bufanda de colores chillones y un soberbio novelón. ¿A qué iniciarse en la narrativa como grumete pudiendo hacerlo como timonel? El naufragio de un buque palangrero, narrado en el décimo capítulo con aliento stevensoniano, o las reflexiones a cuento de lo fácil que es perder la cabeza en la soledad del océano, en el duodécimo, son muestras de un grand style que no admite rival.
Navigare necesse est? Decía Antonio G. Maldonado en El final de la aventura que la épica de nuestro tiempo ya no requiere concurso humano. Andando el tiempo, las máquinas colonizarán Marte, revertirán el cambio climático y acabarán con la alopecia ellas solitas. La aventura adopta hoy hechuras de insensatez. Así y todo, ¿qué llevó a Weddell a la Terra Australis de la Antártida y a Mallory a la cima del Everest, donde rendiría el alma, si no la pura vesania? No fue el sentido común lo que hizo subir a Darwin a bordo del Beagle o a Humboldt a la cumbre del Chimborazo. Lo mismo puede decirse de quien, peinando canas y con la vida hecha, se monta en un barco pavoroso camino del Atlántico. No es en absoluto necesario y, sin embargo…