Aprender a irse
«Me habría ido de ‘Annette’, pero no me fui porque estaba atrapada: a un lado, la pared, al otro, mi novio dormido con la mascarilla»
Hace unas semanas mi novio y yo dejamos a los niños en casa de mis padres y nos fuimos al cine a ver Annette, de Leos Carax. Me gustó el primer número musical, Shall we star! y todo eso, la presentación de los personajes y los actores. Pero mi entusiasmo inicial se vino abajo como un souflé. Me entraron ganas de irme del cine, algo que nunca jamás he hecho y me pesa mucho. No lo escondo, pero no es algo de lo que esté orgullosa. Me parece que solo demuestra que soy pusilánime. Entiendo que pueda interpretarse como de buena educación quedarse, permanecer. Lo entiendo así en el teatro, donde el impulso de huir siempre es mucho más fuerte porque la incomodidad, cuando no me gusta, es mayor. Del cine no me voy por voluntad propia. Me habría ido de Annette, pero no me fui porque estaba atrapada: a un lado, la pared, al otro, mi novio dormido con la mascarilla. Envidié que hubiera sido capaz de dormirse con el volumen. Pero no hay mérito ni de mi novio ni demérito de Carax: era la última sesión y estábamos agotados los dos. Así que me quedé para ver a Marion Cotillard disfrazada de Capitán Pescanova caerse al mar. Supongo que el problema no es de la película sino mío: no me gusta la espectacularidad, o al menos no esa. En cualquier caso, quedarme no fue un acto de resistencia, sino de pasividad.
Ante los libros soy menos acomplejada y los abandono con mucha más alegría, y a veces hasta por despiste. Abandono unos porque intuyo que no es el momento, otros los acabo a pesar de todo, a veces solo para confirmar mi intuición, sufro pero me reconforta haber acertado. Me quedan ciento treinta páginas de Dónde estás, mundo bello, de Sally Rooney, y con traducción de Inga Pellisa. Me debato entre abandonarlo o no. Lo que me invita a permanecer es mérito de la traductora: se lee tan bien. Me gusta lo bien que escribe Rooney las escenas de sexo, es tan cómodo acompañar a esos personajes en sus diálogos a dos, como juegos de ping-pong… pero me cansa, en cambio, el cruce de mails entre las protagonistas, por mucho que hablen de Natalia Ginzburg –aunque no digan mucho sobre ella más allá de que una de las dos escribió un ensayo sobre la italiana–.
Supongo que madurar es también aprender a dejar ir y a abandonar. Sin remordimiento. Sin rencor. Quién sabe si la película de Carax me habría gustado en otro momento. Tal vez la próxima vez que no me guste la película me atreva a irme del cine, como si nada hubiera pasado.