No somos tan fuertes como nos creemos
En casa nos pasamos el día interrumpiendo con un «El relato, el relato» a cada miembro de la familia que llega contando cualquier cosa con más drama de la cuenta. Sirve para corregir levemente la autocompasión o la indignación. La idea es que si cuidamos la forma que tenemos de narrar lo que nos ha pasado, mejorará nuestra percepción de nosotros mismos y de lo bien o lo mal que nos va en la vida. En realidad el relato no es más que el enfoque: está claro que no podemos evitar que nos pasen cosas que no nos gustan, lo único que nos queda es intentar controlar cómo reaccionamos ante ellas.
Crecí leyendo cómo Arturo Pérez-Reverte hablaba sobre la diferencia entre el que se enfrenta a la muerte con dignidad, aceptando su destino y apretando los dientes, y el que se va pataleando y llorando hasta el final. Me lo empapaba con admiración y cierta intranquilidad: ¿en qué grupo estaba yo? Pronto comprendí que, gracias a Dios, no tenía que preocuparme demasiado por mi reacción ante un pelotón de fusilamiento, por ejemplo. Pero el dilema de cómo iba a encarar los problemas seguía ahí, aunque fueran más de andar por casa; más como plantearme si quería pasarme el resto de mis días hundida en la miseria llorando por lo que pudo ser y no fue. Que al lado de cómo se enfrenta uno a la muerte parece una tontería, pero tengo varias muestras a mi alrededor de lo fácil que es instalarse en el relato de lo injusta que es la vida, y le temo bastante a dejarme llevar por la pena y la amargura: gente más inteligente que yo ha rodado por esa colina. No somos tan listos –o tan fuertes– como nos creemos, todos tenemos un talón de Aquiles. Lo que pasa es que a algunos todavía no nos han puesto a prueba.
Cuando tenía ocho años, un niño al que recuerdo con poco cariño –o ninguno– me tiró una tiza y me partí una paleta contra el pupitre al agacharme para que no me diera. Primero lloré de dolor y luego lloré aún más cuando me vi en el espejo. Recuerdo que me daba vergüenza admitir que lloraba porque me veía fea, pero por suerte mi madre lo entendió sin necesidad de que yo le explicase nada cuando vino a recogerme. «No llores, si es mucho mejor una paleta rota, ¿no ves que te da un aspecto diferente? Pareces una bruja. Si quieres vamos al dentista y te ponemos una funda, es muy fácil de arreglar, pero a mí me encanta así». Ahí estaba ella haciendo uso del relato antes de que supiéramos que aquello tenía nombre, y aquí estoy yo hoy tecleando esta columna a los 44 años con la paleta rota al aire, a pesar de las cariñosas sugerencias de varios dentistas. Si se hubiese llevado las manos a la cabeza cuando me vio salir del colegio aquella tarde, la historia habría sido muy diferente. Seguramente hoy tendría una funda o me taparía la boca para reírme, como hacen los que no han tenido la suerte de que les caiga una madre como la mía.
El relato sirve lo mismo para cosas sin importancia que para otras más graves, pero conviene ir practicándolo con las primeras para estar preparado cuando llegan las segundas. Ayuda reírse de uno mismo, aunque a veces maldita la gana que tenemos. Hace poco tuve que ir a la consulta de un psiquiatra al que le guardo aproximadamente el mismo cariño que al niño de la tiza. El hombre tenía la sensibilidad de una zapatilla de esparto y salí de allí bastante peor de lo que entré, pero entre los libros de la biblioteca de su consulta –que repasaba una y otra vez cuando ya no sabía adónde mirar– encontré la pieza que me ayudaría a darle la vuelta a aquella experiencia: ¿qué quiere decirnos un psiquiatra cuya estantería alberga media colección de La Sonrisa Vertical junto a algunos tomos más de cuentos eróticos? Yo no tengo ni idea, pero es una cuestión que me lleva dando vidilla un par de meses.
Controlar el relato y coger las riendas de lo que nos pasa es una labor de edición. Es decidir dónde ponemos el foco y abrigarnos bien para salir a la calle a enfrentarnos al frío sin encogernos. Es no dejar que las acciones de los demás sean las que definan nuestras vidas, por mucho que nos duelan. Es salir de la consulta del psiquiatra llorando como una magdalena y acabar convirtiéndolo en el hit del verano.