El mundo del futuro será menos feo
«Acabemos con la dictadura del hormigón y guillotinemos, metafóricamente, a sus irresponsables promotores. Ese día habremos avanzado algo en la dirección ideal»
Si bien los seguidores de Jeremías siguen marcando buena parte del relato informativo, no está de más dejar un resquicio a la esperanza de un mundo mejor. O, el menos, más bonito. Porque si bien el siglo XX trajo la penicilina, la aspirina, el Seat Seiscientos, el transistor, el radar, los rayos láser y la sartén antiadherente, la cuestión estética quedó de lado. Vivimos mejor, grosso modo, pero en contextos más feos que nuestros antecesores. ¿Culpables? Arquitectos e ingenieros figurarían sin duda en esta ominosa lista negra. Los Responsables del Horror. Los Padres del Feísmo. Los Creadores de la Vulgaridad. Los Asesinos del Alma. A todos ellos, con el mayor de los sarcasmos, gracias. Y si la lista de estos irresponsables estéticos no es muy larga, la del material que ha posibilitado el mundo feo en que vivimos se reduce a un nombre: el HORMIGÓN.
Qué refrescantes, desde su anarquismo antisistema militante y riojano, son los libros de Pepitas de calabaza. Además de publicar al mejor diarista vivo, Iñaki Uriarte, llevan a la imprenta títulos saludables como La abolición del trabajo de Bob Black o este último HORMIGÓN, Arma de construcción masiva del capitalismo, de Anselm Jappe (Bonn, 1962). ¿Méritos? Personalmente, da forma al lamento estético que arrastro desde que nací, cuando tomé conciencia en los primeros ochenta de vivir en un mundo en que primaba más la función que el ideal, origen este de lo feo (y de lo cutre después, como vimos en el artículo dedicado a la cuestión).
¿De dónde viene lo feo? Es difícil responder a una pregunta tan abstracta, hasta que nos topamos con nuestro chivo expiatorio, bien palpable y visible. Formado por elementos tan poco sofisticados como la piedra caliza, la arcilla, la arena, la grava y el acero, amalgamados con un poco de agua, nos referimos, en efecto, al HORMIGÓN, el producto que más influencia ha tenido en nuestra vidas, quizá por encima de la penicilina, la aspirina, el secador de tres velocidades, etc.
Podríamos decir, resumiendo y generalizando una miqueta, que todo es HORMIGÓN. Y no cualquiera, sino HORMIGÓN armado, es decir, con una estructura, en concreto (sutil juego de palabras para los entendidos), de acero. La mayor parte de las casas en que dormimos y nos duchamos están construidas de hormigón armado. El problema no es tanto el interior como el exterior, esa posmoderna fealdad resultante que llegó a su paroxismo en Chandigarh. En esa ciudad india, Le Corbusier se puso a edificar a lo loco con su amado hormigón en lo que a la postre devino un problemón pues el clima tropical destartaló el obsolescente material y su desgaste generó uno de los paisajes urbanos más terroríficos que retina alguna pueda soportar.
A mí, el libro-protesta que ha escrito Anselm Jappe contra el HORMIGÓN me ha convencido. Por un lado, por las cuestiones ecologistas que hablan de una hibris arquitectónica: es decir, la soberbia del humano al desafiar las leyes de la naturaleza y de los dioses, entendida la naturaleza como una extensión de lo superior. Al ignorar al Dios de Spinoza, aquel del sub specie aeternitatis, o sea, el de mirar el mundo bajo el ángulo de la eternidad, bajo la conciencia cósmica, actitud de la que los diversos arquitectos, ingenieros, promotores, constructores y demás entusiastas del HORMIGÓN carecen en grado sumo.
No hay espacio para reseñar todos los males del HORMIGÓN, así que me limitaré a reproducir la conclusión que sacó el diario The Guardian en un prolijo informe de 2019: «El HORMIGÓN es el material más destructivo de la Tierra». Entre las causas de su toxicidad, su mera composición, su obsolescencia y, sobre todo, el carácter «energívoro» que entraña su fabricación.
Pero no olvidemos otros daños de otro orden. Como el de haber cambiado, para mal, la faz de la Tierra, y haber homogeneizado, cosa muy posmoderna, el mundo, pero en un estándar a la baja. El feísmo contemporáneo. ¿Durará siempre? Aquí viene la parte buena. Porque podemos pensar en que la presión cívico-ecologista irá haciendo mella y los gobiernos locales comenzarán a apostar por sus materiales autóctonos. Quien haya visitado la recoleta Ciutadella, en Menorca, y haya admirado las cálidas fachadas de roca de marés, sabe de lo que hablo. Tan solo un ejemplo de las arquitecturas tradicionales que el HORMIGÓN habría «asesinado», como sostiene este enemigo del material más nocivo del mundo, acabando también con diversas formas de vida vinculadas a las canteras, a la artesanía, al tallado. Porque, no olvidemos, el éxito del HORMIGÓN llega también porque prescinde mano de obra cualificada. La albañilería tradicional se extingue en toda Francia en los años treinta. Llega el bloque. La fascinación por la arquitectura barata, en serie, sin alma. Es el siglo XX. El siglo desangelado, el siglo soberbio, el siglo que ha matado a Dios, el siglo que, de no revertirlo, nos matará, pues aún somos hijos de esa desquiciada centuria.
Pensemos que aún estamos a tiempo. Que el mundo puede girar, al menos un poquito. ¿Acaso no cerramos el agujero de la capa de ozono? Alternativas al HORMIGÓN las encontramos en la madera de toda la vida o incluso en materiales tan básicos como la tierra pisada. En las canteras locales. En la piedra al alcance de tu mano. Surgirán nuevos paisajes asociados a los materiales, como en su día se reconocen las casas de Auvernia (Francia), «grises como el macizo central granítico».
La nostalgia puede ser cutre, decía un autor por aquí reseñado. Lo es si sirve de consuelo inmovilista. Pero mirar al pasado para mejorar el futuro no es cutre, al contrario. Acabemos con la dictadura del HORMIGÓN y guillotinemos, metafóricamente, a sus irresponsables promotores. Ese día habremos avanzado algo en la dirección ideal.