Educación, la otra tormenta perfecta
«Las jóvenes generaciones no pueden encarar el futuro sin ir provistas de espejo retrovisor, para saber de dónde vienen. Tendrán que aprender a forjar el carácter, y adquirir virtudes básicas para soportar el sufrimiento. Y el espejo retrovisor son las humanidades»
Tenemos encima una tormenta perfecta que amenaza nuestro presente (crisis de suministros, encarecimiento de la energía, inflación estratosférica…), pero se habla menos de otra tormenta perfecta: la de la educación. Es verdad, no afecta a nuestros bolsillos, pero hipoteca nuestro futuro y el de nuestros hijos.
El decreto del Ministerio que esboza cómo va a quedar el Bachillerato es el corolario de la ley Celaá. Una ley que devalúa aún más de lo que estaba la cultura del esfuerzo y maquilla el fracaso de todo un sistema, regalando aprobados e incentivando la mediocridad. Según el borrador del decreto, que se acaba de conocer, los estudiantes podrán presentarse a las pruebas de acceso a la universidad con una asignatura suspensa y podrán cursar el Bachillerato en tres años, en lugar de dos.
Hay que decir que la ley se basa en una premisa asentada en las últimas décadas del siglo pasado: la pérdida de la autoridad del profesor, que en muchos casos se ha convertido en la cenicienta del sistema. Consecuencia, a su vez, del desprestigio de la autoridad en todo Occidente, tras la onda expansiva de mayo del 68. Autores como André Piettre (Carta a los revolucionarios bienpensantes) subrayaron en su momento que aquella revolución -que les reía las gracias a los adolescentes- iba dirigida contra el orden burgués, y la figura del padre. Junto a eslóganes candorosos y hasta simpáticos como el de «la imaginación al poder», aparecían en el París del 68 otros que no lo eran tanto, como «los enemigos de mi padre son mis amigos». Se demonizaba al padre y, por extensión, a cualquier forma de autoridad, incluyendo maestros y educadores. Pero sin autoridad es imposible transmitir conocimientos y formar personas.
El siguiente paso en la tormenta perfecta consistió en borrar del currículum la palabra «esfuerzo». Con argumentos tan buenistas como inconsistentes del tipo: hay que favorecer «la autoestima» del escolar. Es, tal cual, lo que alegó en su momento la ministra Isabel Celaá, lo que provocó el consiguiente reproche de pedagogos y educadores. Tendrán mucha autoestima pero el nivel de conocimientos y de preparación de un escolar de ahora no llega a la altura del zapato de los de generaciones anteriores. Lo último: la desaparición de los dictados en Primaria, de los números romanos y la regla de tres. Y la capacidad de sacrificio, autoexigencia y coraje de una generación criada entre algodones es tal, que su futuro se presenta problemático en todas las junglas. Las laborales y las de la vida en general.
Hay un nubarrón más en la tormenta perfecta de la educación. La desaparición de las humanidades o su reducción a la condición de ‘marías’. Han jibarizado el griego y el latín, y la filosofía ha pasado de ser el eje, la piedra angular de la Universidad, a quedar como vergonzante optativa en 4º de la ESO. Se ha salvado por los pelos en Bachillerato, quedando como anticuado jarrón en un paisaje poblado por Economía, Emprendimiento, Ciencias Ambientales, o Diseño de Modelo de Negocios. ¿Por cuánto tiempo?
La filosofía y, en general, los saberes humanísticos son un anomalía en la configuración utilitarista de un mundo que, en ciertos rasgos, empieza a parecerse al descrito por Aldous Huxley -donde se ocultaba las obras de Shakespeare para evitar que la gente dejara de consumir soma, se pusiera a leer y eso provocara desestabilización social-. Una anomalía y, tal vez, un peligro. Porque los clásicos nos dicen quienes somos; y nos obligan a buscar los porqués. Ya saben, antes que homo sapiens, el hombre es homo quaerens, un animal que se hace preguntas, George Steiner dixit. Y eso no siempre le agrada al poderoso de turno.
Es mucho lo que está en juego con su paulatina extinción en los planes escolares. No parece casual que la filosofía y la democracia provengan del mismo sitio, como ha recordado Fernando Savater. De forma que “la suerte de la palabra, el lenguaje, el debate, el diálogo y la democracia están muy unidas”, según ha señalado Irene Vallejo, la autora de El infinito en un junco.
Las jóvenes generaciones no pueden encarar el futuro sin ir provistas de espejo retrovisor, para saber de dónde vienen. Tendrán que aprender destrezas tan milenarias pero tan decisivas como tensar el arco -como cuenta Herodoto refiriéndose a los adolescentes persas-, es decir, a forjar el carácter, y adquirir virtudes básicas para soportar el sufrimiento. Y el espejo retrovisor son las humanidades.