Lo real es lo improbable
«Los ‘incel’ (Involuntary Celibate) se consideran un movimiento identitario que defiende que el sexo es un derecho humano básico»
A las 13.27 horas del 23 de abril del 2018 el conductor de una furgoneta alquilada, una Chevrolet Expresss de gran tamaño, llamado Alek Minassian, se lanzó contra los transeúntes de la avenida Yonge, en el distrito comercial de Toronto. Mató a diez personas y dejó malheridas a 16 en un escenario criminal que se extendía por varias manzanas a lo largo de kilómetro y medio. Minassian, de 25 años, había preparado todo meticulosamente para causar el mayor daño posible. Hasta dejó publicado un mensaje en Facebook en el que incitaba a una «Rebelión Incel».
Los «incel» (Involuntary Celibate) se consideran un movimiento identitario que defiende, entre mensajes misóginos con frecuencia violentos y manifestaciones de desprecio a los hombres que saben relacionarse con las mujeres, que el sexo es un derecho humano básico. Por lo tanto, de acuerdo con su lógica, las mujeres que se niegan a mantener relaciones con ellos, están cometiendo un delito.
Hasta la dramática aparición de Minassian, el héroe de los «incel» había sido Elliot Rodger, que con 22 años asesinó a seis personas y herido a otras trece, en Isla Vista, California, el 23 de mayo del 2014. Después, se pegó un tiro en la cabeza. Rodger también colgó un vídeo en las redes, titulado «Elliot Rodger’s Retribution», en el que anunciaba su propósito, justificándolo por su deseo de castigar a las mujeres y a los hombres sexualmente activos con este lamentable argumento: «Las mujeres ofrecen su afecto, su sexo, su amor, a otros hombres, pero nunca a mí. Tengo 22 años y aún soy virgen, ni siquiera he besado nunca a una chica. He ido a la universidad durante dos años y medio, de hecho, algo más. Y aún soy virgen […]. Soy el tipo perfecto y, sin embargo, ellas se arrojan a los brazos de todos estos tipos odiosos en lugar de a los míos».
Rodger envió también una especie de manifiesto personal a varios conocidos y familiares, titulado «My Twisted World», en el que describía su frustración por su incapacidad para ligar: «Cada vez que veo a un hombre paseando con su novia, siento el impulso de matarlos a ambos de la forma más dolorosa posible. Se lo merecen. Deben ser castigados. Los hombres merecen ser castigados por vivir una vida mejor y más placentera que la mía, y las mujeres merecen ser castigadas por darles esa vida placentera a esos hombres, en vez de a mí».
No sé si entra dentro del terrorismo «incel» el caso de Jake Davison, también de 22 años, que el 12 de agosto del 2021 disparó contra varias personas en Plymouth, Inglaterra. Mató a cinco, hirió a varias más y finalmente se suicidó. Pero el motivo no está claro. Si bien parece comprobado que Davison tenía puntos de vista misóginos y alguna relación con los «incel», en los vídeos que subió a YouTube afirmaba no identificarse como tal.
Todo esto no dejaría de ser una sucesión de hechos trágicamente lamentables si no fuera porque hay quien se toma a los «incel» en serio. Es el caso de Ross Douthat, que salió en su defensa con un artículo en el New York Times titulado ‘La redistribución del sexo’ (2 de mayo del 2018). Su punto de partida es que la revolución sexual dio más a los que ya tenían mucho y quitó lo poco que tenían a los que tenían poco. Creó nuevos ganadores y perdedores, privilegiando a los jóvenes, guapos y ricos y relegando a los demás a nuevas formas de soledad y frustración. Para compensar esta frustración construida socialmente sería conveniente «redistribuir el sexo».
Douthat se basó en las propuestas de un economista libertario de la Universidad George Mason, llamado Robin Hanson, que considera a los «incels» un grupo oprimido y sugiere la intervención del gobierno para proporcionarles experiencias sexuales. Quienes tienen un acceso muy restringido al sexo sufren en un grado similar a los que tienen bajos ingresos y, por lo tanto, hay que tratarlos de forma similar. No habría mucha diferencia entre los que reivindican la distribución de la riqueza y los que reivindican la redistribución de sexo. «Si nos preocupamos por la igualdad económica, ¿por qué no de la igualdad en la satisfacción sexual?». Nadie de izquierdas negaría el derecho al sexo a una persona con discapacidad física o psíquica. Si se lo negamos a los incapaces de relacionarse con mujeres, estaríamos aceptando las reglas patriarcales y la normatividad racista-sexista-homofóbica del deseo sexual.
Desde las páginas de The London Review of Books, se unió a este debate Amia Srinivasan, que sostenía con vehemencia que la cuestión de quién es deseado y quién no, es estrictamente política, o sea, una construcción social. Las preferencias sexuales pueden cambiar y el deseo puede ir en contra de lo que la política ha elegido para nosotros. En un libro posterior, añade que las mujeres se han liberado de las normas sexuales tradicionales y sólo ofrecen sexo a una élite de hombres altamente prolíficos, con lo cual, relegan a otros a la condición de «incels». Dicho de otra forma: las posiciones izquierdistas basadas en el consentimiento habrían revelado, paradójicamente, la incapacidad de una política de la individualidad para satisfacer necesidades individuales.
Curiosamente, el movimiento «incel» no lo fundó un machista desesperado, barrigudo, con halitosis, caspa y acné, sino una mujer, llamada Alana, que acuñó el término a finales de los 90. Su intención inicial era crear una especie de Club de los Corazones Solitarios, pero, al poco tiempo, los hombres solitarios, confirmando su condición, se refugiaron en sus bunkers digitales y las mujeres solitarias, en los suyos, conocidos como «femcel».
Las «femcel» se han mostrado hasta ahora pacíficas. Aunque se sienten frustradas, parecen dirigir su frustración hacía sí mismas, si bien critican a la sociedad por propugnar unos cánones de belleza que las excluyen por ser diferentes. A la discriminación por la apariencia le han dado el nombre de «lookism», que, si lo entiendo bien, es, en el fondo, una revuelta contra la opresión de los ideales de belleza, la «cacofobia», las pasarelas de moda y, en general, del valor persuasivo de la belleza física.
Todas las cosas humanas tienen sus precedentes, también las relativas a la justicia estética y sexual. El más claro es la novela distópica de L.P. Hartley titulada Facial Justice (1960).
Tras la Tercera Guerra Mundial, todos los ciudadanos tienen garantizada la equidad económica y social mediante la igualación impuesta por un dictador benévolo. Las desigualdades generan envidias y por eso la meticulosa igualdad es aquí la principal virtud. Tanto es así, que los errores ortográficos y gramaticales no deben ser criticados, para no desvelar diferencias y deprimir a los que tienen dificultades. Nadie es mejor escritor que nadie y nadie está legitimado para utilizar palabras que los demás no entienden. Queda pendiente la justicia facial, pero todos están de acuerdo en que no hay derecho a que los guapos tengan más ventajas que los feos. Nadie debe sentirse agraviado por su aspecto y para garantizarlo están el Ministerio de Justicia Facial y el Centro de Igualación Facial.
Yo me tomo en serio estas cosas porque me parecen una hipérbole tragicómica de las lógicas que, en tribunas aparentemente respetables, defienden una concepción de los derechos como aquello de lo que alguien me está privando; de la empatía como derecho a empatizar con mi propia empatía; del victimismo como virtud y de la realidad como una construcción social. Cuando todo es posible, la realidad es lo improbable.