Gracias por tanto tiempo extraordinario
«El mito dio paso al hombre. Un hombre real, no idealizado. Un hombre extraordinario. Fuerte por fuera y por dentro»
Cuando quieras dar un abrazo, decir adiós, decir te quiero, no lo dejes pasar. Hazlo ya. No pienses que tienes tiempo, porque un día te levantas justo con el titular de prensa que no querías leer, y sabes que ya nunca te podrás despedir.
Las imágenes pasan por la cabeza a toda velocidad. Son tantas. Recuerdos del joven que lee algunos libros tuyos por primera vez. ¿Quién es este hombre que escribe tan bien y de cosas fascinantes de las que nadie habla nunca? Verte en televisión, buscar todo lo que habías escrito, construir un mito. Conocerte casi por casualidad. El mucho tiempo que me llevó que nos hiciéramos amigos. Mi visita durante tu año sabático en Tailandia. Nuestros viajes por la isla de Koh Samui con Bea y la pequeña Claudia en aquel jeep destartalado.
Y el mito dio paso al hombre. Un hombre real, no idealizado. Un hombre extraordinario. Fuerte por fuera y por dentro. Trabajabas como Stajanov. Día tras día. Podías estar horas y horas dando forma a una columna, a la página del libro que estuvieras escribiendo, hasta que todo lo que pusiera allí fuera excelso y lo mejor que podías dar.
Y pasamos horas y horas conversando, noches y madrugadas en Madrid, en La Navata, las cenas en Arce y tantas tardes en Cuenllas, bebiendo Taittinger y hablando absolutamente de todo. Filosofía antigua, drogas, economía, sociología, música. Para mí era desconcertante que tú, la persona más sabia que había conocido jamás, quisiera saber mi opinión sobre esto o aquello. Así de generoso eras. Exigente, impaciente a veces, sin tiempo que perder en tonterías, pero de una generosidad infinita.
Fuera cual fuera el menú de sustancias que nos acompañaba muchas noches, y el estado en que estuviéramos, siempre desaparecías en la cocina para volver al cabo de un rato con unos huevos rotos, o quesos y fiambres y más cerveza helada, y a seguir hablando de Platón o de Hegel. Perdona que desconectara cuando mencionabas a tu querido Real Madrid, pero no podía estar a tu altura. Bueno, ni yo ni casi nadie.
Y me presentaste a tu familia; más bien me incrustaste en ella. Jorge, Bea, Román, Alex… con ellos te sentías como un hijo o un hermano más. Conocí a tantos amigos a través de ti.
Cuánto me enseñaste. No sólo con los libros y las conversaciones, sino con tu propia vida. Tu forma de afrontar los éxitos y los golpes, algunos tan duros. Esa forma que tenías de mostrarle a los demás cuál era el camino en la vida, respetando al mismo tiempo el momento de cada uno. A todos nos tratabas como adultos, pese a que algunos no nos comportábamos siempre como tales. Siendo tan sabio, desconocías la moralina y el consejo no solicitado, pero no se me olvidará tu máxima: «Nunca pidas sin dar». Y «deja que las cosas se manifiesten por sí mismas, sin prejuzgar». Y el valor del amor propio y del respeto a uno mismo. No conozco a nadie que observara todo esto con más coherencia que tú.
Creo que nunca te dije que te quería. Tan inteligente como eras, quiero pensar que lo sabías. Espero habértelo demostrado. Sobre todo, espero haberte dado un poquito, algo valioso, al menos una infinitésima parte de lo que me diste tú a mí.
Los últimos años la vida nos alejó. Yo vivía en Canadá, y era difícil coincidir, aunque podría haber hecho más por mi parte. Me alegro de que pudiéramos vernos y charlar en Madrid hace no tanto, y conmigo quedará ese último abrazo, un poco más frágil ya que los que solías dar, pero igual de cariñoso.
Antonio, déjame parafrasear la dedicatoria de uno de tus libros para agradecerte tanto bueno que nos dejaste. Descansa en paz, amigo, maestro. Te echaré de menos.
PD: Nunca llegué a devolverte aquella edición de las obras de Jefferson que te era tan querida. Discúlpame. La guardaré como lo más preciado que haya tenido nunca.