Democracia zoológica
«Hay una Inmaculada Feminidad que insta a una Vieja y Perversa Masculinidad a transformarse en una Nueva y Redimida Identidad Sexual»
Según cuenta Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), muchas de las transformaciones que se aceleraron a partir de 1789 ya se habían producido antes en la sociedad francesa porque desde hacía tiempo se venía operando un cambio significativo en la mentalidad de los ciudadanos que, unido a la desidia de las viejas instituciones, terminó por provocar el colapso. Algo parecido está ocurriendo ahora. Las democracias parlamentarias parecen estar viviendo un clima espectral de suspensión, incapaces de hacer frente a las convulsiones que están sufriendo las sociedades del siglo XXI. Las recientes sentencias del Tribunal Constitucional sobre el Estado de alarma demuestran que los gobiernos no están preparados para gestionar un mundo azotado por constantes crisis sanitarias o climáticas. Si la excepción se convierte en la norma, entonces las democracias liberales están condenadas a desaparecer. En España, por ejemplo, estamos aceptando casi sin rechistar el desprecio al Parlamento por parte de Pedro Sánchez y sus ministros, que se benefician de una indiferencia general hacia lo que ocurre en el Congreso, convertido en una instancia que ya sólo sirve para aprobar trámites y negociar mayorías para sacar adelante los presupuestos generales. Hace siete años que no se convoca el Debate sobre el Estado de la Nación. La presidenta de la cámara, Meritxell Batet, actúa sin pudor al dictado de los intereses de su partido. El parlamentarismo está siendo desvirtuado sin que a la ciudadanía parezca importarle demasiado.
No hay que cansarse de repetirlo, la democracia moderna es un vacío no vinculado a contenidos naturales. Esa ha sido, desde Grecia, la aspiración de la isonomía, la superación de los límites de la comunidad de sangre, lengua y fronteras. Si el contenido natural de raza, sexo, religión o procedencia tiene más o menos derechos en unos que en otros individuos entonces el vacío común se intoxica y se pervierte. La modernidad es una conquista difícil, mucho más frágil de lo que creemos. Para empezar, requiere de una frialdad intelectual y sentimental que cuesta mucho mantener. Las sociedades, más aún en este siglo XXI, tienden a regodearse en las emociones y a confundir los deseos con los derechos. Las involuciones totalitarias que hemos conocido a lo largo de la historia no son sino regresiones al contenido natural que la democracia permite superar. Grecia fracasó en su intento, como no deja de recordarnos Antígona, pero ahí sigue el sueño de su problema.
Las sociedades actuales, caracterizadas por la superpoblación y la hipertecnificación, propenden de nuevo a una regresión natural. La Unión Europea, el mayor proyecto de convivencia y paz que se ha creado en Occidente en muchos siglos, está siendo zarandeada por los viejos nacionalismos, que no son sino revivals de la orgía de naturalismo que ya destruyó el continente y la moral, pronto hará cien años. En España, el régimen constitucional de 1978 está en peligro por una concepción del Estado que privilegia derechos históricos por encima del bien común. El título VIII de la Constitución, uno de los más defectuosos, es la espita por donde el Estado permitió la constante evacuación de contenido natural que impide en el fondo cerrar algún día el proceso constituyente y sellar la isonomía. En los años veinte y treinta del pasado siglo, Ortega, prácticamente a solas, se revolvía en sus artículos contra la pesada herencia noventayochista del nacionalismo demótico, defendiendo una idea que dentro de poco volverá a ser revolucionaria: «Resulta muy extraña la obstinación con que sin embargo se persiste en dar a la nacionalidad como fundamentos la sangre y el idioma. En lo cual yo veo tanta ingratitud como incongruencia. Porque el francés debe su Francia actual, y el español su actual España a un principio X, cuyo impulso consistió precisamente en superar la estrecha comunidad de sangre y de idioma. De suerte que Francia y España consistirían hoy en lo contrario de lo que las hizo posibles».
Quizá el problema radique en el carácter inevitablemente nihilista de la democracia moderna. Como observó también Tocqueville, uno de los peligros del nuevo régimen estribaba en el despojamiento espiritual del ciudadano democrático. Si la democracia se concentraba tan sólo en la producción y el bienestar, la nueva sociedad corría el riesgo de convertirse en un erial del alma. Descuidados, a través de la destrucción de la educación –convertida en mera instrucción mercantil–, los restantes aspectos que también constituyen al hombre, es casi inevitable que la diferencia natural vuelva a emerger como síntoma de vacío existencial. Hoy en día estamos asistiendo a una emergencia de lo biológico en la política que es muy elocuente al respecto. No se trata ya, como ocurría hasta ahora, de la conquista de derechos para ingresar en el vacío común sino de la conquista de identidades biológicas para llenar un vacío que se ha vuelto insoportable. La desesperación es tan poderosa que está afectando incluso a la constitución de la moral.
En el Ayuntamiento de Barcelona, Ada Colau ha creado una escuela dedicada a fomentar la Nueva Masculinidad. Se trata de un paso efectivamente revolucionario. Hasta ahora, el imperativo categórico apelaba a la humanidad entera. La virtud era una tarea infinita a disposición de cualquier ser racional que hubiera dejado de confiar en Dios la evaluación de su comportamiento. Pero ahora, al parecer, hay una Inmaculada Feminidad que insta a una Vieja y Perversa Masculinidad a transformarse en una Nueva y Redimida Identidad Sexual basada, entre otros catecismos, en «la expresión de emociones» y el «aprendizaje del amor». Sería hilarante si no se tratara, simple y llanamente, de la destrucción del concepto de virtud, la areté socrática que nació en las plazas, ese espacio creado en las ciudades a espaldas de lo natural y que evolucionó hasta conformar el ágora como sede del diálogo y la palabra en la pólis. Si el problema del mal se asocia a un componente biológico, entonces la presunta intención seráfica del proyecto reformatorio muestra su verdadera cara. De lo que se trata es de convertir al varón –blanco y occidental, el gran chivo expiatorio de nuestro tiempo– en depositario de una culpa genética, lo que supone de hecho la invalidación del concepto de agente moral.
No es casual que esa aniquilación biológica de la virtud coincida en nuestro tiempo con la decadencia del parlamentarismo. Una y otra son síntomas del mismo problema. Ortega, a principios de siglo, habló de «democracia morbosa» para denunciar una de las inercias que ya Tocqueville había señalado como posible consecuencia del espíritu democrático, la tiranía de la masa. Hoy podríamos hablar de «democracia zoológica», una contradicción en sus términos. La clásica distinción griega entre bíos como vida política y zoé como vida íntima ha sido utilizada en diferentes frentes filosóficos. A nosotros nos sirve para explicarnos la subrepticia transformación del zoon politikón en animal laborans, del ciudadano entendido como ser político al hombre reducido a su condición de esclavo de su cuerpo. No sabemos qué sociedad podrá salir de ahí, pero es muy dudoso que pueda seguir considerándose democrática.