El desprestigio de la libertad
«No es de extrañar que los autócratas se mofen de las democracias occidentales, pues parecen un tiovivo que gira alrededor del activismo»
En un interesante artículo titulado «The Bad Guys Are Winning», la especialista en comunismo Anne Applebaum nos advierte de que las dictaduras han perdido el miedo al mundo democrático occidental porque ahora los dictadores pueden sobrevivir a la marginación internacional recurriendo a lo que ella denomina Autocracy Inc. Se trata de un modelo de asociación que, a diferencia de las alianzas políticas y militares del pasado, no opera como un bloque uniforme, sino que es un conglomerado de empresas cuyos vínculos están cimentados por tratos, y no por ideales, concebidos para suavizar los boicots económicos occidentales.
Applebaum pone como ejemplo a Bielorrusia, que, a pesar de su flagrante vulneración de las leyes internacionales, es beneficiaria de uno de los proyectos de desarrollo exterior más importantes de China, cuenta con el apoyo político y militar de Rusia, la complicidad de Irán y la «solidaridad» de Cuba, que ha pedido en la ONU el fin de la «injerencia extranjera» en los asuntos bielorrusos. También señala a Venezuela, en teoría un paria internacional, pero que en la práctica cuenta con el soporte político y económico de Rusia, China, Turquía y Cuba; o el caso de Birmania, cuyo golpe de Estado no pudo ser condenado en el Consejo de Seguridad de la ONU por el bloqueo de Pekín.
Así, Applebaum explica cómo la Autocracy Inc. está logrando neutralizar a las democracias occidentales. Y analiza los rasgos más característicos que comparten los autócratas actuales, de los que destaca la despreocupación por la imagen que proyectan en el exterior. Una novedad, habida cuenta que la dictadura soviética, por ejemplo, siempre dio bastante importancia a su imagen exterior. Y antes, en general, los dictadores adornaban sus regímenes con falsos ideales. Ahora, por el contrario, la opinión internacional les importa exactamente lo mismo que la de sus propios compatriotas, cuyos derechos pisotean: una higa.
Ya no tienen que esforzarse en disimular porque, a través de la Autocracy Inc., además de conseguir apoyo político y económico, obtienen un bien mayor: la impunidad. No les preocupa que la opinión pública occidental sepa hasta qué punto pisotean los derechos humanos. De hecho, hacen mofa de las críticas y advertencias provenientes de las democracias occidentales a este respecto. Más aún, como defienden los dirigentes chinos, son las democracias occidentales las que deben ser advertidas porque quieren imponer su sistema en el mundo, sus valores. Porque pretenden imponer su agenda, con el diálogo siempre vinculado a los derechos humanos, cuando en realidad el sistema occidental está ya caducado.
Lo más preocupante, con todo, es que esta idea de la caducidad occidental gana adeptos dentro de las propias democracias. No hace mucho, la opinión pública se habría mostrado unánimemente alarmada ante el desafío de los autócratas. Hoy, demasiados ciudadanos contemplan con simpatía la chulesca actitud de Putin o manifiestan una indisimulada admiración por la dictadura china, porque, aparentemente, es capaz de proporcionar orden y prosperidad prescindiendo de la engorrosa democracia. Y cuando se les advierte de que los autócratas buscan preservar e incrementar su poder y su lucro personal, una respuesta prevalece: ¿acaso nuestros políticos no persiguen exactamente lo mismo? A esto añaden que los dirigentes de China y Rusia al menos no comulgan con el pensamiento mainstream que atenaza a las democracias.
Lo habitual es asociar esta actitud con las posiciones extremas del eje político, pues sentir simpatía por las dictaduras y antipatía por las democracias solo puede darse en los extremos ideológicos que defienden soluciones autoritarias o totalitarias. Pero si vamos más allá, descubriremos también un sentimiento de frustración que no nace tanto de posiciones extremas como de una percepción cada vez más extendida: que los políticos pasan olímpicamente de las inquietudes de los ciudadanos, que están mucho más interesados en servir a los grupos mejor organizados y más conscientes de los objetivos que persiguen.
Este comportamiento de los políticos se vincula con la imposición de una determinada ideología. La propagación sin límites de ciertos particularismos ideológicos sería prueba de ello. Me refiero a que partidos no ya de izquierda sino supuestamente de derecha o centro derecha incorporen en sus discursos, de forma cada vez más destacada, ideas que no se corresponderían con su posicionamiento.
No cabe duda de que la ideología lo infecta todo, tiene el don de la ubicuidad, especialmente desde que se generalizó la idea de que lo personal es político. Sin embargo, en A Theory of Political Parties, Kathleen Bawn y sus coautores apuntan también a otros motivos. Esta tendencia no obedecería tanto a una verdadera convicción por parte de la izquierda, ni tampoco a una auténtica conversión por parte de la derecha, como al puro y duro oportunismo político.
Las democracias occidentales sufren una fuerte reideologización y, paralelamente, un creciente déficit de representación porque los partidos, en su búsqueda de atajos hacia el poder, han llegado a la conclusión de que ganan votos más rápida y fácilmente incorporando las ideas de los activistas bien organizados que elaborando y defendiendo las suyas propias. Esta estrategia ha generado un efecto adverso: los discursos políticos se alinean cada vez más con los intereses de los activistas y se alejan progresivamente de las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos.
Este alejamiento es fácilmente comprobable. Basta comparar los asuntos que tienden a acaparar los debates políticos con las cuestiones que más preocupan a los ciudadanos. En las encuestas que miden estas preocupaciones, los asuntos que reciben más atención de los partidos o bien ocupan posiciones muy retrasadas con índices de interés marginales o bien ni aparecen.
Pero los políticos occidentales no solo han llegado a la conclusión de que seguir la estela de los activistas es un atajo hacia el poder, también creen que no hacerlo acarrea costes, que los deja expuestos a los ataques de sus adversarios y de buena parte de unos medios de información que venden determinados dogmas como algo indisociable del progreso. Seguir la estela es, pues, una forma de prevenir daños, especialmente en lo que respecta a las redes sociales, donde cualquier desalineamiento puede desencadenar una tormenta.
Sin embargo, ambas creencias son discutibles. En realidad, lo que los experimentos de campo muestran es que los electores premian los compromisos (creíbles) que atienden a las inquietudes ampliamente compartidas y se alejan de los mensajes marginales y muy focalizados.
Por otro lado, las polémicas de las redes sociales son tormentas en un vaso de agua. En el mejor de los casos, son indicadores de intereses, pero no reflejan necesariamente la opinión pública. De hecho, los activistas las usan como cámaras de eco para superponer sus intereses a los mayoritarios. Sin embargo, su capacidad de hacer ruido no se corresponde con su verdadera representación.
Este sometimiento de la política al activismo conduce a absurdos como, por ejemplo, que Alemania haya legislado en contra de la energía nuclear para acabar dependiendo energéticamente de su íntimo enemigo, Putin, o que en España, cuyo suelo esconde enormes cantidades de cobre, litio y tierras raras, materiales de enorme valor económico y estratégico, no se aproveche estos recursos y se opte por comprarlos a China para no provocar la ira de los ecoactivistas, o que en los Estados Unidos se imponga la cultura de la cancelación porque se promociona como una forma de resarcimiento; o que, en general, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión y el crecimiento económico, estén siendo estigmatizados. No es de extrañar, por tanto, que los autócratas se crezcan y que incluso se mofen de nosotros, pues las democracias occidentales parecen un tiovivo político que gira y gira sin cesar alrededor del activismo y sus dogmas, que alumbra de continuo políticas disparatadas, que ignora las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos y que da alas a quienes saben que el auge de su poder y el aseguramiento de su impunidad dependen del desprestigio de la libertad.