La eutanasia de Ulises
«¿Y si llegado el momento de mandarle al Hades nuestro Ulises demenciado, ‘limitado para la vida diaria’, para la ‘capacidad de expresión y relación’, completamente ‘dependiente’ no exhibe ningún sufrimiento físico sino que su conducta nos permite inferir que no anhela morir?»
Escribió Homero en el Canto XII de la Odisea: «Llegarás primero a las Sirenas, que encantan a cuantos hombres van a encontrarlas… hechizan las Sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú deseares oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las Sirenas. Y en el caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átenle con más lazos todavía».
Sabemos, como anticipaba Ulises, que la inexorable decrepitud amartillada al paso del tiempo puede venir acompañada de un deterioro cognitivo irreversible, una situación de postración y dependencia plena. Y como Ulises, muchos querremos evitar ese trance; y como Ulises, dispondremos de un mástil al que llamamos, un tanto paradójicamente, «testamento vital» o documento de «voluntades anticipadas». Escribe el legislador español en la Ley Orgánica Reguladora de la Eutanasia (LORE) que los médicos «podrán facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento» (artículo 5.2.). Esa «prestación» podrá concederse cuando se sufra una «enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante en los términos establecidos en esta Ley, certificada por el médico responsable».
El Ulises de hoy, cabal, podrá fácilmente descubrir que su eventual condición, las sirenas de la demencia, se corresponde con ese tipo de padecimiento dada la definición que consta en la LORE y así lo consignará en el testamento vital; sabiendo, eso sí, que no habrá un momento posterior en el que pueda celebrar que sus marineros no le hicieran caso. En el supuesto del «Ulises demenciado» ese momento será ya el de la muerte. Y sin embargo…
Llegará el día en el que se oirán los primeros cantos: un inusual despiste, una torpeza social, una pérdida de la lucidez expresiva como la que ya evidenciaba la filósofa y novelista Iris Murdoch al escribir El dilema de Jackson cuatro años antes de morir víctima del Alzheimer. Si el documento de voluntades anticipadas, ese mástil al que se agarró nuestro Ulises presente, ha de tener algún sentido es porque su volición futura es despreciable, inatendible. Pero resulta que eso encaja muy mal con el espíritu de estos tiempos nuestros, tiempos en los que predomina otro «canto de sirenas»: el de quienes conciben toda discapacidad –también la mental- como formas de «ser diferentes». De hecho, así se ha consagrado también, al rebufo de las interpretaciones más radicales de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (2006), en una reciente y muy profunda reforma de la legislación civil en la que prácticamente se destierra la posibilidad de sustituir la voluntad de otro –el otrora «incapacitado»- o representarlo mediante el instituto de la tutela.
Pero si el Ulises pretérito pudo anticipar su voluntad, si el testamento vital tiene algún sentido, es porque habrá un Ulises futuro intelectualmente deficitario, desprovisto de voluntad auténtica, cuya travesía vital debe terminar, con el auxilio de los profesionales sanitarios, al albur de su previsión anticipada.
Claro que la inquietud asalta a cualquiera: ¿y si llegado el momento de mandarle al Hades nuestro Ulises demenciado, «limitado para la vida diaria», para la «capacidad de expresión y relación», completamente «dependiente» no exhibe ningún sufrimiento físico, sino que su conducta nos permite inferir que no anhela morir?
Pensemos en Margo, el personaje con el que el gran iusfilósofo Ronald Dworkin ilustra en El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual (1993) las concepciones rivales en torno al valor de la autonomía. Margo, diagnosticada con Alzheimer, entretiene sus horas pasando páginas de libros en los que dobla la esquina al tuntún, murmurando incomprensiblemente, pintando de manera primitiva sobre el mismo lienzo y comiendo sándwiches de mermelada y crema de cacahuete que aparentemente la hacen feliz, muy feliz. ¿Qué nos permite asegurar que en todo caso su sufrimiento, por hallarse en esa situación que ella pudo haber previsto y pretendido evitar, es ahora «psíquico», «intolerable para ella»? ¿Habrá marineros dispuestos a «atarle con más lazos todavía»?
¿Y estaremos los demás dispuestos a permitirlo?