Diario de un 'letraherido'
«Rebasando una zona de chabolas, sentí próxima mi consagración como ‘letraherido’: me iba a llevar un navajazo por culpa de Dostoievski»
Era el primer año de carrera y me había obsesionado con Dostoievski. Huroneando en internet vi que alguien vendía barato Diario de un escritor. Si ya existía Iberlibro, yo no lo conocía. Apunté unas indicaciones muy precisas para llegar a una nave industrial con un portón azul. Mi generación no vivió Kasny Bror, así que ir más lejos de San Agustín de Guadalix era tan emocionante como vadear la Ultima Thule.
Tomé un autobús en el intercambiador de Plaza de Castilla y me bajé poco antes de Colmenar. Recorrí una ringlera de edificios de ladrillo naranja que se convirtió de golpe en un cafarnaúm de almacenes, naves viejas y escombreras. Subí a otro autobús, que circuló un buen rato entre solares medio abandonados. No tenía Google Maps, pero contaba con la referencia de una rotonda; en su centro, una escultura con forma de genitalia rendía homenaje a la Constitución del 78.
Diario de un escritor… ¿Encontraría ahí la clave para dedicarme a las letras? Divisé la rotonda y bajé del bus. A un lado dejé el campo abierto, al otro unas cuantas naves alambradas con techos de uralita, y emboqué un camino de tierra. Tenía muy mala pinta. Rebasando una zona de chabolas, sentí próxima mi consagración como letraherido: me iba a llevar un navajazo por culpa de Dostoievski.
Diez minutos después, vi la nave. El portón azul era en realidad una persiana metálica con una puerta diminuta en medio. Golpeé con los nudillos y esperé una respuesta que no se produjo. Debí de quedarme un rato abstraído mirando los desperdicios del suelo. Había cristales, cascotes, latas de refresco descoloridas, sillas de plástico y trozos de neumático. Aún estaba a tiempo de que me dieran el palo. Con buen humor y pesimismo, dejó dicho Gómez Dávila, ni te equivocas ni te aburres.
Agarré el tirador y franqueé la puerta. El interior estaba oscuro, pero a lo lejos titilaba una lámpara fluorescente. Fui hacia la luz, sorteando grandes bultos y a punto de escoñarme. Subí una escalera metálica y me situé frente a una pequeña puerta de cristal esmerilado. Estaba entreabierta. En un pequeño televisor se emitía Betty la Fea. Pegué un respingo al oír pasos a mi espalda. «¿E ti qué queres, rapaz?», preguntó un hombre encorvado que subía los escalones con dificultad.
Le dije el título y el número de referencia del libro que venía a buscar. El hombre refunfuñó, bajó las escaleras y regresó a la penumbra. En la tele, Betty la Fea se sentía humillada por su jefe, pero este no abrigaba intención de ofenderla. El hombre regresó con el libro en la mano. Le pregunté de dónde era. De Padrón, me respondió, como Pepe Domingo Castaño. Al despedirme, oí que decía entre dientes: «anda e vai rascar o carallo…».
Llegué a casa exhausto. Me sentía como Weddell volviendo de la Terra Australis y como Humboldt descendiendo de la cumbre del Chimborazo. Después de echar una larga siesta y de merendar, me retrepé en el sofá y comencé a hojear Diario de un escritor. Fue un shock. Pocos libros me han causado un impacto tan profundo. De no haberlo leído entonces, ¿hincaría hoy la pluma?
Páginas de Espuma lo acaba de reeditar, coincidiendo con el bicententario de Dostoievski. Incluye todos los textos que el autor publicó en prensa siguiendo el mandato nietzscheano de escribir para uno mismo. Envidio a quienes ahora experimentarán el goce que yo entonces sentí. La aventura había valido la pena.