Euskera y educación: no hay debate
«Los datos a veces importan poco, porque lo que está en juego quizá no es la garantía de los derechos lingüísticos, sino un proyecto político concreto»
El asunto de las lenguas minoritarias es complejo y conflictivo. Cualquier disputa que se genere en torno a los modelos administrativos y educativos donde aquellas se desarrollan está, en muchas ocasiones, destinada a la ofuscación y polarización que caracterizan a nuestro tiempo. Los consensos suelen ser engañosos y la izquierda y los nacionalismos no permiten en nuestro país cuestionar los mitos y relatos que han hecho circular por nuestras (pequeñas) sociedades sin mayor reflexión. Los datos a veces importan poco, porque lo que está en juego quizá no es la garantía de los derechos lingüísticos, sino un proyecto político concreto.
Cifras recientes muestran que los alumnos de primaria y ESO no son excesivamente competentes en euskera (40%) ni en castellano (13%), lo que influiría negativamente en su nivel educativo. El mapa escolar del País Vasco se caracteriza por el alto nivel de centros privados (46%) y por un sistema lingüístico basado en tres líneas de aprendizaje: el A se desarrolla íntegramente en castellano, el B es un modelo mixto y, por último, el D se imparte completamente en euskera. No hay C porque la letra no existe en la lengua propia. En la actualidad, el 81% de los estudiantes se escolariza en el modelo D (77% en centros privados y 95% en públicos), quedando el modelo A para estudiantes con dificultades en el aprendizaje, inmigrantes y rentas más bajas.
La popularización del modelo D se debe, a mi entender, a dos razones fundamentales: por un lado, el comprensible apego por una lengua que los padres no pudieron conocer y aprender por la imposición del español, en especial por parte del franquismo. Aquí habría mucho que matizar pero no es el momento de extendernos. Por otro lado, tenemos la reorganización de un empleo público de calidad, muy bien retribuido, alrededor del conocimiento del euskera. La ley de normalización de 1982 optó no por la zonificación, que habría sido la elección más adecuada en términos de justicia lingüística, sino por la generalización del requisito del euskera para optar a la gran mayoría de las plazas de la administración: el Gobierno Vasco, las todopoderosas diputaciones y los ayuntamientos.
La relación entre administración y euskera ha sido clave para extender, creo, el modelo de aprendizaje íntegro en euskera. Pero la operación es engañosa para los padres que eligen por sus hijos un hipotético y cómodo futuro en la administración: al contrario de lo que ocurre en Cataluña, los alumnos que acaban bachillerato no obtienen el título C1 que abre las puertas del paraíso del empleo público, sino que para adquirirlo oficialmente necesitan acabar un grado universitario o realizar un riguroso examen (EGA) que apenas aprueban un 25% de los aspirantes. El resultado –escandaloso- es que en el País Vasco tenemos una aristocracia lingüística (uno de cada cuatro habitantes) que puede acceder al 100% de las plazas que se ofertan en la administración. Del porcentaje con respecto al resto de España, mejor ni hablamos.
El contexto descrito explica pero no justifica que no se cuestione el pobre nivel educativo que puedan mostrar algunos estudiantes vascos. En cualquier caso, las futuras reformas parece que van a ir encaminadas –así lo quiere Bildu- a reforzar el marco legislativo y social actual instaurando una inmersión muy parecida a la desplegada en la escuela catalana. El terreno conquistado nunca se discute. A comienzos de la década de 2010 se implantó el C1 en euskera para participar en los concursos de profesorado universitario de nueva creación, lo que fortaleció aún más la mortífera endogamia y redujo notablemente la competencia de méritos entre posibles candidatos al puesto. La medida no generó ningún debate sobre su idoneidad, pese a que la victoria electoral de Patxi López y el PSE me parece que estuvo en alguna medida determinada por la necesidad de revisar algunos excesos de la llamada normalización lingüística.
La mayor parte de los responsables y expertos que intentan esclarecer las razones de la caída del nivel lingüístico y educativo casi siempre terminan en el mismo lugar: las familias no se implican y los niños y jóvenes hablan en español fuera del colegio allí donde la lengua no está consolidada por adquisición materna (Guipúzcoa y algunas zonas de Vizcaya y Álava). Quizá todo habría sido más fácil si se hubiera partido de los derechos de quienes hablaban euskera y no de la lengua minoritaria que busca hablantes mediante algunos premios y estímulos. Pero había –y hay- más cosas en juego que la simple justicia lingüística: la nacionalización de una sociedad tiene precios que la propia sociedad está dispuesta a pagar democráticamente, no se olvide. Hoy el 78% de los jóvenes conoce y usa el euskera habitualmente, y eso es un éxito para los que plantearon la relación natural entre ambos procesos.