Los de la Blanquerna ingresan en la cárcel y los rufianes brindan por ello
«Los tribunales han cometido una grave injusticia, pero como las víctimas de sus complejos y de su insensibilidad son una pandilla de ‘fachas’, no saldrá nadie a señalarlo»
La pena de prisión a la que han sido condenados los «asaltantes» de la librería Blanquerna de la Generalidad en Madrid es clamorosamente excesiva. Como dice uno de los condenados, llamado Pedro Chaparro, «los daños que causamos son un atril, un micro y una puerta rota, y ya está todo pagado». A esos daños hay que añadir el hecho de haberle propinado un empujón al actual presidente de Fomento, Josep Sánchez Llibre, que entonces era un alto cargo de CiU.
Tres, cuatro años de cárcel para varios de los implicados. No hace falta sentir ninguna simpatía especial por la ideología de extrema derecha o de nostalgia franquista que animaba a los jóvenes «asaltantes» de la Blanquerna para ver en esta sentencia la plasmación de los complejos españoles ante los nacionalismos periféricos (en esto no nos detendremos ahora) y, sobre todo, la escandalosa inadecuación de las leyes a la realidad social. Aquí los tribunales han cometido una grave injusticia, pero como las víctimas de sus complejos y de su insensibilidad son una pandilla de «fachas», socialmente impresentables, no saldrá nadie a señalarlo. No es una causa «bonita», no es una causa para lucirse.
Como todos sabemos –se me acusará de «populista» por decir una obviedad—, en algunas de nuestras ciudades (Barcelona, sin ir más lejos) hay un frenético pulular de carteristas y ladrones mucho más fastidiosos y dañinos que los condenados de la Blanquerna, que son detenidos in fraganti por la Policía docenas de veces, a veces más de un centenar de veces, son conducidos a comisaría, se les toma declaración y salen en libertad para seguir enredando y fastidiando a la ciudadanía. En nuestras ciudades, las juventudes de un partido político legal (CUP) violentan regularmente las sedes de los partidos políticos que no les gustan, acosan y golpean a sus militantes cuando se les presenta la ocasión, y firman sus fechorías, con la mayor impunidad y hasta con la complacencia de las autoridades. En nuestras ciudades cuando un serial killer sale de la cárcel sus amigos le organizan un homenaje público, sin que el Estado haga absolutamente nada para castigar a sus organizadores, por ejemplo con multas ejemplares por enaltecimiento o apología del terrorismo.
Igual que los chicos de Arran (aunque mucho menos dañinos, y no reiteradamente), los jóvenes «asaltantes» de la Blanquerna actuaron movidos de convicciones políticas y por un patriotismo que puede parecernos tonto y estar equivocado, pero que merece, como todo idealismo juvenil, por lo menos cierta indulgencia de las autoridades, y no esta extrema severidad de encerrarlos en una celda durante años, pena que se les aplica, para más colmo, ocho años después de cometidos los hechos y cinco años después de la primera condena y el primer recurso.
Dura lex, sed lex, dice el axioma clásico. Bueno, pero cuando es tan dura, deja de ser respetable. No hace falta argumentar que una Ley que se aplica con tanto rigor y, sobre todo, con tanto retraso sobre un delito tan claramente insignificante no es eficaz ni justa. De hecho, cualquiera que sepa lo que es la cárcel, o tenga la suficiente imaginación (no se necesita mucha) para imaginarlo, convendrá conmigo en que es mucho mayor, mucho más dañino y cruel el daño social y humano que a lo largo de este asunto (desde el día del «asalto» a la Blanquerna, que duró cinco minutos y no dañó a nadie, hasta el ingreso en prisión de algunos de los culpables) ha causado el sistema judicial que el que causaron Chaparro y sus compañeros, que, igual que sus familias, han pasado tantos años con la espada de Damocles sobre sus cabezas, sumidos, probablemente, en la mayor incertidumbre y angustia por su porvenir, para al fin ver cumplidos sus peores pronósticos.
En este sentido y a efectos prácticos, la administración de la Justicia es comparable a la de aquellos verdugos medievales que procuraban torturar al condenado poco a poco, para prolongar todo lo posible sus sufrimientos antes de morir.
¿Hay alguien con cerebro ahí? ¿Nadie que piense que es preciso y urgente implementar modalidades de castigo menos crueles para delitos, al fin y al cabo, de tan poca monta? Modalidades que redunden en beneficio de la sociedad, que no descoyunten las jóvenes vidas de los condenados y no le cuesten al erario público lo que cuesta la pensión completa en los centros penitenciarios.
Lo único positivo en todo este asunto tan lamentable es, sin duda, que los rufianes del movimiento golpista lazi hayan valorado los hechos. Naturalmente, no para pedir clemencia ni sugerir que pelillos a la mar. Al contrario: el rufián («persona sin honor, perversa, despreciable») de ERC ha lamentado que los condenados hayan tardado tanto en ser encarcelados. Y Miriam Nogueras, la portavoz de Junts per Cat en el Congreso, afirma que «celebramos que los delincuentes estén donde han de estar». Lo celebran bebiendo cava, se ufanan de la heroica victoria que se han cobrado, ¡y precisamente de unos tribunales de Justicia a los que llaman, día sí, día también, a desobedecer! Nosotros también celebramos que no oculten nada, que se revelen tal cual son.