El día de la inconstitucionalidad
«El 8M fue un vector de contagio del coronavirus en el momento más crítico y quienes lo sabían lo ocultaron»
El constitucionalismo trasciende a la Transición, porque más allá de las connotaciones histórico-políticas subyacentes tras el pacto constitucional, el texto del 78 consagró un sistema de límites y contrapesos al gobierno democrático con la pretensión de someter su actuación al principio de legalidad y al control de la arbitrariedad. Considerarse constitucionalista no es sólo apoyar y respetar el proceso de reconciliación nacional del que nació la Carta Magna, sino asumir una concepción del ejercicio del poder soberano en cuya virtud la legitimidad del gobernante no dimana únicamente de las urnas, sino del respeto a la ley, a los derechos humanos y libertades fundamentales.
Llevamos más de diez años dándole vueltas a la definición de populismo, pero no cabe duda de que uno de sus rasgos esenciales es el intento de deslegitimar las instituciones y los controles democráticos en nombre de la soberanía: el voto como habilitación para burlar la ley y alcanzar la ansiada impunidad.
Lo duro de aceptar estas características como propias de los movimientos populistas es que nos conduce a la conclusión de que han triunfado en nuestro país, ya no porque gocen de representación parlamentaria, sino porque los tenemos instalados en el gobierno y otros tantos puestos de elevada responsabilidad institucional. Y los casi dos años de pandemia que llevamos en nuestro haber nos han mostrado su rostro más autoritario y desalmado.
En un momento crítico para España, en el que nuestros dirigentes debieron apostar por la prudencia en pos de la protección de la salud, eligieron en su lugar la propaganda ideológica en forma de manifestación multitudinaria feminista. El 8M fue un vector de contagio del coronavirus en el momento más crítico y quienes lo sabían lo ocultaron. Llamaron a una participación masiva que tuvo como resultado una mortandad también masiva. El otro día se le escapó en una radio amiga a ese soufflé que tenemos de vicepresidenta llamado Yolanda Díaz. La constatación de que sí que lo sabían, en boca de un miembro del ejecutivo.
Pero la atrocidad no sólo se tradujo en muertos, sino en dos estados de alarma que el ejecutivo sanchista aprovechó para gobernar eludiendo los controles y contrapesos democráticos. 2021 ha sido el año en el que el Tribunal Constitucional ha plasmado por escrito lo que algunos -no demasiados- denunciamos en su momento. Año y medio de procederes arbitrarios en los que en nombre de la salud se han venido perpetrando verdaderas atrocidades jurídicas.
Por desgracia, ambas declaraciones de inconstitucionalidad no han tenido apenas repercusión para este Gobierno ni en el plano legal, ni en el político ni tan siquiera en el mediático. El máximo interprete de la Constitución ha constatado que nuestros dirigentes aprovecharon la muerte y el miedo para suspender la democracia y maniobrar al margen de la legalidad y a lo más que llegan quienes antaño afirmaban que la COVID era una gripe es a decir que los de Sánchez estaban salvando vidas.
Y los ciudadanos hemos comprado encantados el relato, casi pidiendo más: demandamos que la misma clase política que procedió inconstitucionalmente hace apenas unos meses adopte decisiones que afecten a nuestras libertades sin que tengan que superar el filtro de los tribunales. Cada vez es más común el error de concebir la seguridad jurídica como una suerte de uniformidad en la ilegalidad.
Por si todo lo dicho hasta ahora no fuera suficiente, el Gobierno ha exhibido impúdicamente sus ademanes autoritarios ante todos, colocándose a sí mismo y a sus socios por encima de la ley y de los tribunales de justicia mediante la aprobación del indulto a los líderes independentistas condenados por sedición. Sánchez constató que no hay norma ni contrapeso democrático por encima de los deseos de Su Persona y sus necesidades de poder. La utilidad pública del indulto denostada y convertida en una mera invocación a la oportunidad política.
No es ninguna sorpresa que ayer, día de la Constitución Española, al Presidente sólo pareciera interesarle la parte «social» de la Carta Magna en su tweet conmemorando la efeméride: ni una sólo mención al respeto por el estado de Derecho. Tampoco faltaron las ministras de Podemos, haciendo gala una vez más de su sobradamente conocido analfabetismo. La más destacada fue Irene Montero exigiendo una Constitución feminista, pues la actual no lo es ya que, según la susodicha, sólo tiene «padres». Nos gobierna una señora que reduce la igualdad ante la ley a una cuestión de penes y vaginas.
Mención aparte merece la Presidenta del Congreso, echando en cara a la oposición su falta de lealtad y su empeño por «judicializar la política y politizar la justicia». No me negarán que tiene bemoles, no sólo por la falta de decoro institucional, sino por considerar deslealtad el hacer uso del sistema de recursos legalmente establecidos contra normas que se consideren contrarias al ordenamiento mientras se indulta a señores -y también a alguna señora- contra el criterio de los tribunales, por mera conveniencia política y/o ideológica.
Entenderán que este 2021 haya resultado ser un año aciago para los que nos consideramos constitucionalistas. Las garantías que consagra el texto del 78 han demostrado no ser un impedimento bastante para quienes quieren transformarnos en una sociedad atemorizada y servil en la que la ley sea sustituida por el dogma incontestable. No hemos salido más fuertes, pero sí más inconstitucionales.