THE OBJECTIVE
Velarde Daoiz

La energía no es tabaco

«Si al ‘creador’ del impuesto al CO2 se le va la mano, podemos acabar con muchas más vidas de las que supuestamente se pretende salvar ‘bajando el termostato terrestre’»

Opinión
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La energía no es tabaco

Paul Hennessy (Zuma Press)

Nacido en la pequeña isla de Wight, al sur de Gran Bretaña, Arthur Pigou fue un importante economista de la primera mitad del siglo XX, cuya influencia llega hasta nuestros días. El bueno de Arturo teorizó sobre los impactos totales para la sociedad de la actividad económica, pública y privada. Y sostuvo que las distintas actividades económicas privadas, al margen de su impacto directo, podían generar externalidades, tanto negativas como positivas, para el conjunto de la sociedad. Es decir, que una determinada actividad privada podía generar una serie de costes o beneficios para el conjunto de la sociedad. En el primer caso, si una actividad privada suponía un coste para la colectividad, Pigou propuso la aplicación de un impuesto, que reflejase lo mejor posible dichos costes y que pagarían los productores y consumidores de ese producto o servicio. De esa manera, o bien se reduciría el consumo de ese producto o servicio disminuyendo el perjuicio social, o bien al menos sus consumidores pagarían su coste real, permitiendo al resto de la sociedad no verse perjudicada por los supuestos daños generados por el consumo de los mismos. Por el contrario, si la actividad económica generaba unos beneficios para la sociedad, Pigou consideraba que era merecedora de una contribución por parte del resto de la sociedad, para maximizar el beneficio colectivo. Es decir, de una subvención.

Echando un vistazo al panorama impositivo actual en todo el mundo y al volumen global de subvenciones, no creo que sea exagerado considerar pues a Arthur Cecil Pigou uno de los economistas más influyentes de la Historia.

Un clásico ejemplo ‘pigouviano’ es el de los impuestos al consumo de tabaco. El tabaco, que emplea en España a cerca de 50.000 personas y tiene un peso en el PIB de un 0,25% aproximadamente, soporta una carga fiscal considerable, cercana a 9.000 millones de euros, más de un 75% de la facturación total del sector. La razón ‘pigouviana’ teórica para la existencia de este impuesto es bastante evidente: el consumo de tabaco genera costes muy significativos a la sanidad española. Pensemos en el número de enfermos de cáncer o enfermedades respiratorias, muy a menudo causadas o agravadas por el tabaco, y en el coste de la atención sanitaria a los pacientes de esas enfermedades: medicamentos, tratamientos de quimioterapia, quirófanos, estancias hospitalarias, salarios de profesionales sanitarios dedicados a su cuidado, etc. Como casi siempre, aunque como digo resulta evidente la existencia de la «externalidad tabaco», calcular los costes reales con cierta precisión es un ejercicio delicado, pues hay que trabajar con hipótesis numéricas a menudo cuestionables. En cualquier caso, según el Comité Nacional para la prevención del tabaquismo, los costes sanitarios del tabaco pueden cifrarse en unos 8.000 millones de euros al año. Teniendo en cuenta que el coste sanitario total en España, incluyendo sector público y privado, está en torno a 100.000 millones de euros al año, no parece una cifra disparatada. Nos hallaríamos pues ante un ejemplo bastante ‘perfecto’ de impuesto pigouviano: los consumidores de tabaco generarían un coste social de unos 8.000 millones de euros, que se autofinanciaría con los impuestos que soportan, levemente superiores al coste estimado. 

La aplicación de este impuesto (que ha ido creciendo en el tiempo), combinada con otras regulaciones a su venta, distribución y publicidad, produjo una cierta reducción del consumo total de tabaco en España, y un desplazamiento desde el consumo en cajetillas de cigarrillos hacia otras formas más baratas para el consumidor, como el tabaco de liar. Es por tanto evidente que el impuesto, al menos hasta cierto punto, ha funcionado en la demanda; lo que, por cierto, puede tener también algunas consecuencias negativas, aunque intuitivamente inferiores a las positivas: si la demanda disminuyera drásticamente, también lo haría el empleo en el sector, y regiones como Extremadura o Canarias verían gravemente afectadas sus ya maltrechas economías, quizá agravando el despoblamiento rural en la primera de ellas. Además, industrias auxiliares como la de máquinas expendedoras sufrirían también la caída del consumo. Como casi siempre, el ‘ceteris paribus’ – que podríamos traducir como «las demás variables permanecen constantes al alterar una de ellas»-, que tanto gusta a los economistas, no existe. Cuando alteramos cualquier parámetro, en la sociedad o en la economía, podemos mover si no somos muy cuidadosos decenas de variables más, algunas con consecuencias nefastas (como sabe cualquiera que haya jugado al Mikado, aquel juego de los palillos chinos, en que se arrojaban unas decenas de palillos sobre la mesa y el reto era retirarlos uno a uno sin mover ninguno de los demás).  

La Energía (lo escribo con mayúscula por respeto a su importancia capital para el desarrollo de nuestra especie) no es un bien de consumo. Nadie se bebe media botella o se fuma una cajetilla de energía. Es un bien que se utiliza para obtener otras cosas que sí son finalmente consumidas. Concretamente se utiliza para producir  luz, calor, frío, transporte de personas o materiales, o para hacer funcionar fábricas que produzcan otros bienes de consumo. Es, en definitiva, un bien intermedio, que podemos ver como un coste para obtener los bienes que sí consumimos directamente.

«La humanidad ha alcanzado desde el descubrimiento y utilización hace 250 años de las energías fósiles (carbón, petróleo y gas) los mayores niveles de bienestar de sus decenas de miles de años de Historia»

Actualmente, el grueso de la energía que utilizamos (alrededor del 80% de la energía primaria) es de origen fósil. Gracias a los combustibles fósiles tenemos luz y electricidad para hacer funcionar nuestros electrodomésticos o dispositivos electrónicos, vivimos y trabajamos en hogares y oficinas adecuadamente climatizados tanto en verano como en invierno, nos movemos con rapidez y seguridad a distancias que en medios que emplearan solo energía humana o animal serían impensables, y tenemos a nuestra disposición en supermercados y tiendas en general todos los bienes de consumo que necesitamos y podemos desear. La humanidad ha alcanzado desde el descubrimiento y utilización hace 250 años de las energías fósiles (carbón, petróleo y gas) los mayores niveles de bienestar de sus decenas de miles de años de Historia. Muchos más miles de millones de individuos viven vidas más largas y mejores, muchos menos millones de niños fallecen prematuramente y la pobreza extrema ha disminuido a menos del 10% desde más del 90% en 1800. Aunque, y eso sí debería ser considerado una emergencia global, todavía cerca de mil millones de seres humanos carecen de acceso a la electricidad, y cerca de 700 millones a fuentes cercanas de agua potable. 

Naturalmente, y como mencionaba más arriba, nada sucede en la economía o en la sociedad al alterar un parámetro que no cambie muchos otros. Uno de los que, según el consenso científico, ha modificado nuestro voraz consumo de energía fósil, es la temperatura de la Tierra. Las emisiones de CO2, intrínsecamente ligadas a la combustión de carbón, petróleo y gas, han aumentado su concentración en la atmósfera terrestre, y con ello el efecto invernadero que evita que parte de la energía solar que llega a la Tierra se refleje al exterior. Al aumentar este efecto invernadero, una mayor proporción de la energía proveniente del Sol se retiene en la atmósfera, incrementando poco a poco la temperatura del planeta. Hasta la fecha y desde la segunda mitad del siglo XIX, las observaciones muestran un incremento de temperatura de 1,1-1,2 grados centígrados, y se estima que, salvo alteración radical de nuestro consumo de energía fósil (al alza o a la baja), a final de siglo podría haber subido 1,6-1,7 grados más. De nuevo según muchos científicos, aunque con un menor grado de consenso y certidumbre cualitativa y cuantitativa, es probable que este incremento de la temperatura terrestre por causas «humanas» esté originando o pueda originar otra serie de fenómenos que, previsiblemente, pueden tener consecuencias negativas para el ser humano a corto, medio o largo plazo: subida del nivel del mar, alteración de patrones temporales y regionales de las precipitaciones, mayor intensidad de huracanes, etc. 

Es por ello que algunos economistas han propuesto la aplicación de impuestos a las emisiones del CO2, consideradas ‘pigouvianamente’ una externalidad negativa que tiene que soportar toda la sociedad. No solo se han propuesto, sino que están aplicándose hace años en diversos países, particularmente en la Unión Europea. En teoría, en una hoja de cálculo, es una idea atractiva. Al encarecer las actividades que generan CO2, y entre otras consecuencias previsibles:

  • Se favorecerán procesos más eficientes
  • Se favorecerán formas de energía o transporte alternativas que no emitan CO2
  • Se desincentivará el consumo en general

Por tanto, y en esa hoja de cálculo (el papel y el Excel lo aguantan todo), la aplicación de esos impuestos al CO2 «mandarán señales al mercado» y reconducirán nuestros patrones de fabricación y consumo, reduciendo nuestras emisiones de CO2 y por tanto las externalidades negativas que generan: es decir, los supuestos costes sociales del consumo de energías fósiles. Maravilloso, ¿quién podría oponerse a lo que dicen los resultados de esa hoja de cálculo?

Cualquiera puede imaginar lo que sucedería si mañana la demanda de tabaco cayera drásticamente. Si algún laboratorio inventase una píldora que hiciera desaparecer la adicción tras la toma de una única pastilla, por ejemplo. Habría una leve caída o reorientación de la actividad económica global, un probable aumento de la esperanza de vida a corto y medio plazo, y una caída de la presión fiscal acompañada de una disminución del gasto público al no ser ya este necesario para atender los daños en la salud de los fumadores (esto último, como el sagaz lector habrá adivinado, es sarcasmo liberaloide). En conjunto, muy probablemente, un bien para el conjunto de la sociedad (aunque, quizá por mi desconfianza hacia el ‘ceteris paribus’, ni siquiera sobre esto tengo certeza absoluta). 

Sin embargo, ¿qué sucedería si mañana cayera significativamente el consumo de energía? Pues me temo que muchas cosas, y casi ninguna buena. Dado que utilizamos buena parte de la energía para calentar o enfriar nuestras estancias adecuadamente, empezaríamos a pasar bastante frío o calor, con las previsibles consecuencias en nuestra salud. Nuestras fábricas reducirían su capacidad productiva y no satisfarían nuestra demanda de bienes. Y nosotros tendríamos que dejar de realizar muchas de las actividades cotidianas para las que nos transportamos en vehículos de tracción mecánica (ir a trabajar, llevar al niño o el abuelo al médico, ir a instalaciones deportivas a practicar ejercicio, etc). Basta ver lo que ha supuesto el cataclismo económico global de 2020, con una tímida reducción de menos del 5% en el consumo mundial de energía. 

Alguno me dirá que el objetivo del impuesto pigouviano no es tanto reducir el consumo de energía más allá del claramente despilfarrado haciéndolo algo más eficiente, sino reorientar el uso de energía fósil hacia otras formas de energía con menores externalidades negativas teóricas. Pero si esa reorientación implica que el precio de la energía se incremente, y como la energía es un bien intermedio (y como comentaba antes, en definitiva un coste), se incrementará el precio de todo lo relacionado con la energía. Es decir, de casi  todo: de iluminarnos, de climatizarnos, de transportarnos y de todos los productos que consumimos. Y cuando eso sucede, se ralentiza el crecimiento económico o incluso se entra en recesión (y si alguien lo duda, que recuerde la crisis del petróleo de los años 70). Y cuando se reduce el crecimiento potencial o se entra en recesión, millones que podrían abandonar la pobreza continúan en ella o, directamente, mueren. 

Visto con un ejemplo de andar por casa y de los que gustan a ciertos partidos cuando no gobiernan: si sube significativamente el coste del gas o de la electricidad, algunos no tendrán más remedio que fijar el termostato de sus hogares algunos grados más bajo en invierno, o más alto en verano. Y eso desgraciadamente, mata. Y los afectados no serán jugadores de fútbol, políticos o economistas con hojas de Excel, sino las capas de la sociedad con menos ingresos, en particular muchos mayores.

Algunos economistas, además, sostienen que como el problema del cambio climático es un problema planetario, las externalidades de las energías fósiles deben ser consideradas a nivel global. Y que para reflejar adecuadamente los costes sociales de las emisiones de CO2, no solo hay que aplicar impuestos pigouvianos a los productos de los territorios en donde actualmente se aplican dichos impuestos, sino también a aquellos productos importados de otros países, si es que esos países no los aplican en origen. Es decir, defienden que se deben aplicar lo que llaman «mecanismos de ajustes fiscales en frontera», que es una forma larga y rebuscada de decir aranceles.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y en particular desde finales de los 80/principios de los 90 del siglo pasado, el comercio internacional ha tenido una expansión sin precedentes. Cada país se apoya en sus puntos fuertes para vender sus productos o servicios no solo dentro de sus fronteras sino a los ciudadanos y empresas de otros países. Así, países como Alemania o Japón venden productos tecnológicos, otros como España venden su clima y sus instalaciones turísticas y otros países venden su fuerza de trabajo, más barata que en otros lugares, para transformarse en centro de producción de bienes que serán posteriormente transportados para su consumo en todo el mundo. Esa globalización ha traído algunas consecuencias negativas a nivel local o regional. Determinadas zonas, particularmente en Occidente, han sufrido una deslocalización de algunas de sus fábricas, provocando desempleo. La desigualdad ha aumentado dentro de muchos países, y eso genera a veces dinámicas sociales y políticas poco deseables. Sin embargo, si analizamos la situación a nivel global, creo que las ventajas superan con mucho a los inconvenientes. Países como China, India, Vietnam, Indonesia o Bangladesh, que cobijan a cerca de la mitad de la población mundial, han experimentado un desarrollo impresionante, que ha incrementado de forma asombrosa la  esperanza y calidad de vida de los ciudadanos de esos países, a la par que una disminución de la desigualdad global. A su vez, los ciudadanos de países más avanzados se han beneficiado de la disminución de costes y mayor disponibilidad de todo tipo de productos, y del desarrollo de nuevos mercados para los servicios y productos generados en dichos países, provocando crecimiento económico. Casualmente, este incremento de la actividad comercial global ha venido acompañado de una excepción histórica en forma de ausencia de grandes conflictos bélicos entre grandes países. Casualmente, o no. Es mucho más difícil pelearse entre socios comerciales si a esos países socios les unen multitud de lazos económicos en forma de intercambios voluntarios de bienes y servicios. 

Si la potencial imposición de esos «mecanismos de ajustes fiscales en frontera» pigouvianos hiciera que los productos chinos, indios o africanos fueran más caros al llegar a los países occidentales, pero se continuaran vendiendo, los ciudadanos de los países occidentales se verían perjudicados por un incremento en el precio de los productos importados. Pero si los aranceles fueran tales que los productos asiáticos o africanos dejaran de ser competitivos, lo que se produciría es una contracción de las economías de los países en desarrollo. Y eso probablemente reduciría las emisiones globales de CO2 (o no), pero cuidado, porque en Estados no democráticos (e incluso en los democráticos), las contracciones económicas suelen provocar periodos de inestabilidad política y veleidades bélicas.

En conclusión: es posible que los mecanismos fiscales pigouvianos puedan contribuir a reducir algo las emisiones de CO2, o acelerar la transición a nuevas formas de energía, transporte o producción (especialmente si esos impuestos se dedicasen en exclusiva a la investigación y desarrollo de nuevas tecnologías ‘CO2 free‘ para climatizarnos, transportar personas o cosas o fabricar), si se aplican muy gradualmente y de forma muy cuidadosa. Pero si al ‘creador’ del impuesto se le va la mano, o no piensa en las posibles formas de evolución de su criatura (véase la especulación del mercado de derechos de CO2 en la UE y su repercusión en el actual precio de la luz), podemos acabar con muchas más vidas de las que supuestamente se pretende salvar «bajando el termostato terrestre».

La Energía no es tabaco: es la sangre del bienestar humano.

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