THE OBJECTIVE
Javier Benegas

La larga marcha de la izquierda hacia el poder absoluto

«La cultura de la cancelación ha ayudado a subvertir principios fundamentales de la democracia como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia»

Opinión
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La larga marcha de la izquierda hacia el poder absoluto

Moncloa | Europa Press

Ha llevado demasiado tiempo tomar conciencia de la amenaza que supone para la libertad y la democracia la cultura de la cancelación. Hace apenas siete años ni siquiera existía una expresión con la que identificar esta amenaza. Hubo que esperar hasta 2015 para que se le pusiera nombre. Y todavía fueron necesarios tres años más para que se popularizara y asociara con algunas de las actitudes y acciones que pretende denunciar.

Aun así, la cultura de la cancelación no se relaciona a fecha de hoy con su verdadero núcleo duro, sino con una de sus manifestaciones más llamativas: el llamado a boicotear a alguien que ha compartido una opinión cuestionable o impopular en las redes sociales. Esto hace que su confrontación no sea sistemática, sino que se surja a consecuencia de alguna polémica viral para después desaparecer.

Sin embargo, la primera advertencia seria sobre esta peligrosa deriva la encontramos en El cierre de la mente moderna (1987), del filósofo Allan Bloom. En este libro, Bloom apunta a diferentes problemas, como el relativismo moral, el abandono de la lectura de las grandes obras del pensamiento occidental o el «nihilismo al estilo americano».

Pero Bloom apuntó también a otras razones. Los movimientos contraculturales de los sesenta habían desvirtuado el significado de la libertad al expandirlo sin tasa. Esta nueva «liberación», en su opinión, hizo más mal que bien. Si bien Bloom celebraba el éxito del movimiento de derechos civiles, consideraba que la década de 1960 había sido un desastre para la vida intelectual y moral en el mundo académico. La «democratización» de la universidad había llevado a su «politización»: la educación ahora tenía que servir exclusivamente al objetivo de la igualdad. La inquietante conclusión de Bloom fue que una vez que la universidad cayera, la democracia misma caería después.

Para Bloom la educación liberal debía atemperar las pasiones instintivas mediante el debate razonado y, por lo tanto, enseñar la moderación. Pero el radicalismo se había convertido en la norma, los estudiantes estaban mucho menos dispuestos a participar en discusiones serias sobre temas polémicos. Y puesto que los profesores habían sido arrollados por el nuevo orden de las cosas, muy pocos estaban a su vez dispuestos a insistir en que lo hicieran.

Allan Bloom era un conservador, aunque ni mucho menos doctrinario, por lo que su libro, si bien fue un inesperado éxito de ventas, recibió duras críticas por parte de sus antagonistas. Para ellos, Bloom era racista, sexista, elitista y autoritario. Algunos evocaron el fantasma del senador Joseph McCarthy; incluso hubo quien señaló similitudes entre Bloom y Adolf Hitler.

Los partidarios de Bloom tenían razones para defenderle, pero aún más motivos tenían los izquierdistas para temerle y odiarle. Bloom no sólo golpeó con fuerza el statu quo académico, también alertó a la opinión pública. A los académicos izquierdistas les preocupaba que lo que estaban haciendo en las universidades se abriera al escrutinio público, porque muchos ciudadanos podían empezar a preguntarse por qué las instituciones académicas se dedicaban a repudiar los valores intelectuales y políticos fundacionales de los Estados Unidos.

Y así sucedió. El libro de Bloomabrió la puerta a un intenso debate durante la década de 1990. Fue entonces cuando la «corrección política», la expresión con la que se pretendía englobar las imposiciones e intolerancias que surgían de los círculos intelectuales de izquierda, eclosionó con fuerza.

Pero que esta reacción fuera tan súbita como poderosa, lejos de marcar un punto de inflexión, permitió sembrar sospechas sobre su carácter orgánico. Así, por ejemplo, el politólogo John K. Wilson, en The Myth of Political Correctness (1994) (El mito de la corrección política) sostiene que tanto la cultura de la cancelación como la corrección política son mitos, y argumenta que «un mito no es una falsedad: no significa que sea una mentira […] Significa que es una historia […] Lo que sucedió en la década de los noventa es que la gente tomó ciertas anécdotas, a veces verdaderas, y crearon una red, una historia a partir de ellas».

Según este argumento, se reconoce que hay pequeñas verdades: ejemplos aislados de conflictos y protestas y casos verídicos de personas canceladas o despedidas, pero se trata de casos aislados que son magnificados para acusar a los izquierdistas de proscribir a los demás. Así, el término «corrección política» no es más que un garrote con el que golpear a la izquierda, de igual manera que ahora lo es la cultura de la cancelación.

Sin embargo, los datos son tozudos y advierten de que algo anormal sucede en las universidades. Ya en 2005, en Politics and Professional Advancement Among College Faculty, uno de los primeros estudios rigurosos sobre las preferencias políticas de los profesores universitarios, evidenció una proporción de 72 profesores que se identificaban con las ideas de izquierda por cada 15 conservadores, y en algunas materias esta proporción era de 88 a 3. Otro hallazgo fue que los profesores que no compartían ideas de izquierda, a pesar de evidenciar un buen rendimiento académico, estaban abocados a enseñar en centros de peor calidad.

En cuanto a Europa, si bien este sesgo ideológico no llega al extremo de los Estados Unidos, sigue claramente su estela, como se muestra en Are universities left-wing bastions?, un completo estudio que incluye 32 países europeos. Entre ellos, España.

Un error fundamental a la hora de enfocar la cultura de la cancelación es creer que la intolerancia surge principalmente de la inmadurez y la fragilidad emocional de unas nuevas generaciones que la sociedad del bienestar ha criado entre algodones. Es decir, el motor de la cultura de la cancelación sería el infantilismo, porque la propensión a salvaguardar a los jóvenes, no ya de riesgos físicos, sino también emocionales, habría obrado el efecto adverso de impedirles desarrollar la tolerancia crítica y el genuino interés por la búsqueda de la verdad.     

Sin embargo, la infantilización no es el motor de la cultura de la cancelación. Ciertamente existe, pero en todo caso ayuda a su propagación. En realidad, quienes controlan en primera instancia las universidades y proscriben el debate y la libertad académica no son estudiantes inmaduros que reaccionan de manera irracional, son adultos muy conscientes de los objetivos que persiguen y que actúan de forma perfectamente racional. En el paradigmático boicot a la profesora Linda Gottfredson, los sujetos que cancelaron su conferencia en la Asociación Internacional de Orientación Educativa y Profesional en Gotemburgo en el otoño de 2018, argumentando—y cito literalmente— que las conclusiones no igualitarias de sus estudios contravenían las normas éticas del organizador, no eran estudiantes infantilizados, sino individuos tan maduros y racionales como ideológicamente motivados.

Los casos como el de Linda Gottfredson se suceden por doquier. Y cada vez que algún profesor es marginado o un orador boicoteado porque sus puntos de vista son calificados como controvertidos o algo peor, quien arroja la primera piedra para agitar las aguas de la Academia no es un adolescente intolerante, es un adulto que hace bastante tiempo superó la etapa de la pubertad. Después, los estudiantes más vehementes hacen el resto.

En su núcleo duro la cultura de la cancelación no es un fenómeno desencadenado por accidentes sociológicos sobre los que no se ejerce un control directo, como puede ser el infantilismo. Tampoco, como certeramente advierte José Carlos Rodríguez en este artículo, sirve cualquier explicación automática de la censura, como la famosa espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann. Hay algo más. Un objetivo de largo plazo: la imposición ideológica.

La propia expresión «cultura de la cancelación» traslada la equívoca idea de que este fenómeno es el producto fortuito de una evolución cultural que discurre de abajo arriba, que la sociedad se transforma a sí misma, para bien o para mal, porque el progreso inevitablemente cambia sus convenciones de forma gradual, y, por lo tanto, sospechar de este devenir implica ser enemigo del progreso. Pero la sociedad no se está transformando de forma espontánea, esta siendo forzada a cambiar, y de forma acelerada, porque controlar las universidades sirve para establecer el marco de referencia académico con el que, después, trasladar las imposiciones ideológicas a toda la sociedad argumentando que se hace con fundamento.

Ya está sucediendo. La cultura de la cancelación no sólo ha ayudado a conculcar legalmente la libertad de cátedra, como ocurre con la Ley de Memoria Histórica (ahora, Democrática), o imponer en las universidades no ya reglas tácitas, sino reglamentos explícitos que pueden cercenar cualquier debate de raíz, también ha ayudado a subvertir principios fundamentales de la democracia como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia. Algo que hasta ayer mismo habría sido inimaginable y que, todo hay que decirlo, ha sido posible gracias la cooperación de quienes debieron impedirlo.

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