Mette Frederiksen o la socialdemocracia de extrema derecha
«Hay políticas de extrema derecha que la primera ministra danesa puede aplicar con la coartada de su adscripción socialdemócrata»
Se habla bien, ha causado un impacto positivo, esa película de Thomas Vinterberg que trata, con notable acierto, el tema del alcohol y del alcoholismo social, sin moralina y sin romanticismo, como han subrayado los comentaristas y críticos de cine. Pero en el retrato ambiguo y penetrante que nos ofrece Vinterberg de la sociedad danesa, y del aburrimiento (¡nunca estaremos contentos!) de vivir en el paraíso terrenal, se percibe también, como un sonido de fondo, oh, casi inaudible, una nota de nacionalismo y de satisfacción vagamente patriótica. ¿Sólo lo percibí yo? ¿Es que he desarrollado un órgano de detección del kitsch patriótico demasiado afinado, demasiado receloso e irritable? Podría ser.
Esa satisfacción patriótica danesa tiene justificación en el altísimo nivel de confort social y de eficacia política de los que el país disfruta. En diferentes sondeos Copenhague es la mejor ciudad del mundo para vivir. Desde luego es una ciudad muy hermosa, cómoda, paradisíaca. Pasé una temporada allí, años atrás, y, por lo que me cuentan, todavía hoy, como entonces oí, el concepto que más se maneja en las conversaciones de tema político es, era, «confianza». «Confiamos en nuestro sistema». «Confiamos en nuestro camino». «Confiamos en nuestra clase política, en nuestro Gobierno: a veces se equivoca, pero confiamos en él». Siendo yo español, no hace falta decir que esto me asombraba.
Confían, ahora, en la primera ministra, la socialdemócrata Mette Frederiksen, cuyo enfoque de la inmigración, que puede definirse como desacomplejadamente nacionalista, o como glacialmente xenófobo, le ha hecho ganar entre mis amigos izquierdistas el apodo de «Stalina», pero intuyo que marcará el paso de otros países europeos en los próximos años. En muchos de ellos hay atávicos recelos hacia los emigrantes, concretamente hacia los que provienen de países teocráticos islámicos, lo que en Dinamarca llaman «inmigrantes no occidentales» para distinguirlos de los polacos, ucranios o rusos, no tan mal considerados.
Ahora se enfrenta Stalina a una investigación pública por un asunto completamente diferente, que es el exterminio decretado de diecisiete millones de visones, para prevenir contagios de covid en los humanos de una cepa detectada en algunas granjas donde se hacinan, o se hacinaban, esos desdichados animales para hacer con sus pieles estupendos abrigos. Parece que no tenía Mette Frederiksen autoridad para imponer ese asombroso holocausto, que destruyó todo un área de la industria y que puso de punta los pelos de los animalistas de todo el mundo, pero en realidad los daneses le conceden al tema una importancia relativa. En primer lugar, con la nueva sensibilidad, o extendido rechazo al uso de esos artículos de lujo que son los abrigos de piel, estaban contados los días de esas granjas que de todas formas subsistían gracias a fuertes subsidios estatales. Mette, que se había venido arriba gracias a la eficacia con la que el gobierno danés ha afrontado la crisis del coronavirus –en comparación con muchos otros países, ha fallecido o se ha visto arruinado un número muy bajo de ciudadanos–, decidió cortar por lo sano, sin pararse a pensar si tenía poderes para hacerlo…
El lector español se sorprende al enterarse de otras medidas que está tomando la primer ministro, que ya no afectan al reino animal sino al humano, como por ejemplo alquilar prisiones en Kosovo para mantener encerrados a los condenados extranjeros que, tras cumplir en ese otro país, no tan paradisiaco, la condena que les corresponda, se verán también desprovistos de derecho a residir en Dinamarca, ni siquiera a volver a hacer el equipaje; digamos que Kosovo les queda más cerca de sus países de origen…
O las devoluciones de refugiados sirios a Damasco con el argumento de que el «refugio» que se les brindó cuando Siria se hundió en la guerra civil no era para siempre o por tiempo indeterminado, sino sólo mientras las circunstancias allí no mejorasen, cosa que, terminada la guerra y derrotado el Estado islámico, ya ha sucedido, y ahora Damasco es una ciudad «segura».
Estas políticas, que son características de la extrema derecha, puede aplicarlas tranquilamente la señora Frederiksen con la coartada de su adscripción al partido socialdemócrata, que le ha «robado» el discurso anti-islamista, anti-inmigración y anti-refugiados a la derecha populista encuadrada en el Dansk Folkeparti (Partido del Pueblo Danés). Sin ese discurso no hubiera podido obtener los votos necesarios para ser primer ministro y devolver el poder a los socialistas.
Hay que tener en cuenta que históricamente la socialdemocracia del norte de Europa, a diferencia de otros países, como España, ha encontrado su razón de ser en el Estado nación, y no en ninguna clase de internacionalismo; por eso en la nacionalista Dinamarca, donde todo el escenario político es esencialmente socialdemócrata o está basado en el consenso, el Partido había funcionado tan bien… hasta la irrupción en los años 90 de la globalización, incluidas las privatizaciones de empresas estatales y el estilo neoliberal del «Nuevo laborismo» británico de Tony Blair.
Es sintomático que la derecha venía gobernando el país desde principios de siglo (salvo por el lapso de Helle Thorning- Schmidt, a la que quizá el lector recordará por los selfies que se sacaba con Obama durante el funeral de Mandela…). Ahora, después de fenómenos de retracción nacional como Trump y el Brexit, entre otros, cuando la globalización está en entredicho y la política ha vuelto a ser «nacionalizada», es la hora socialdemócrata… aunque sea con una plataforma respecto a la inmigración que a los izquierdistas españoles –y no sólo a los españoles— les olerá a cuerno quemado.