THE OBJECTIVE
Joaquín Jesús Sánchez

Juguetes sexistas y belicosos

«El camarada Garzón ha declarado la guerra contra los juguetes sexistas y belicosos. Otro brillante movimiento del plan revolucionario más disimulado de todos los tiempos»

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Juguetes sexistas y belicosos

Cierre de la campaña ‘huelga de juguetes’. | Isabel Infantes (Europa Press)

El camarada Garzón ha declarado la guerra contra los juguetes sexistas y belicosos. Otro brillante movimiento del plan revolucionario más disimulado de todos los tiempos. Para contribuir con el asunto, han desfilado por un atril del Ministerio de Consumo una ristra de opinadores de distinto pelaje: tuiteros, artistas, libreras y el sonoro hashtag libertad para jugar. El que no está en un comité de expertos es porque no quiere.

Lo de combatir estereotipos de género en el ramo juguetero me parece magnífico, conste, así que me voy a sentar a ver qué medidas propone el ministro, aparte de usar el Twitter para decir cosas. Me han dejado pasmado, eso sí, las declaraciones una interviniente (Yolanda Domínguez) a propósito de su visita a la sección masculina de una juguetería. «Era como el fin del mundo. Todo era “explosión”, “ataque”, “destrucción” …».

Si se va a hablar algo tan serio como el juego, conviene tener una serie de cosas claras. La primera (parafrasearé a Gadamer) es que jugar consiste en atenerse a unas normas distintas a las del mundo ordinario. Estas, operan totalitariamente durante el tiempo del juego, pero solo durante él. Es decir: si juego a la rayuela, sé que debo saltar de un determinado modo un número concreto de casillas. Sé que no puedo caminar por la rayuela mientras jugamos, porque conozco las reglas. Ahora bien, una vez terminada la partida, no se me ocurrirá ir brincando hasta mi casa y podré recorrer el dibujote ese del suelo (ahora que no jugamos) caminando con toda la parsimonia que me apetezca.

Segundo, que los niños no son idiotas: solo son niños. (Parafraseando a Piaget), un crío de pocos años, que siquiera habla con soltura, puede jugar a que una escoba es un caballo, sin mezclar los significantes. El niño distingue entre una cosa y la otra, pero, durante ese rato (y solo entonces), lo uno es lo otro.

Tercero: jugando podemos hacer cosas que no haríamos en el mundo ordinario. Como soy más bien cobardica, jamás me iría con un fusil a una rica balasera. Ahora bien, desde la comodidad del sofá, bien pertrechado de ganchitos y cocacola, soy rambo. ¿Quiere decir esto que sublimo mis instintos violentos mediante una videconsola hasta el inevitable Columbine que no podré reprimir? Claro que no, solo que, de cuando en cuando, me entretengo con el Halo 3.

Recomiendo mucho pegar tiros «de mentira»: después de un día torcido, se queda uno relajadísimo. Hay algo muy divertido en esa violencia ficticia (una matanza sin víctimas), supongo que por aquello que decía Kant: la risa surge de la resolución de una ansiosa espera en nada. Cuando era niño, pasaba unas mañanas buenísimas con mi hermano catapultando playmóbiles. Juro solemnemente que, a los treintaiún años, jamás he intentado adquirir un arma de asedio y que sería incapaz de construirla por mis propios medios.

Uno va al teatro para enfrentarse a los dramas tremendísimos de los reyes de Inglaterra hablando en octosílabos sin que la sociedad perciba un riesgo para el bien común. La realidad tiene muchos estratos y conviene poner las entendederas en distinguirlos. Yo animaría, a todos esos padres y madres que están envolviendo regalos de reyes, que consideren devolver todas esas cocinitas sexistas y muñecas opresoras, que solo preparan a las niñas de hoy para las opresiones del mañana. Los animaría, digo, a cambiarlas por maquinitas de matar marcianos y por alegres cachiporras y fusiles de plastiquete. Aquí un dato revelador: si todos aquellos que se lo han pasado pipa jugando con soldaditos hubiesen organizado luego su propia soirée a lo Puerto Hurraco, ya estaríamos todos fiambre. 

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