Pacto laboral para el pasado
«La sociedad española necesita construir un consenso laboral más representativo y racional»
Si atendemos a las opiniones de los «agentes sociales», la contrarreforma laboral se ha quedado en casi nada. Buena parte del Gobierno y sus socios se había pasado los últimos meses amenazando con dar a luz un gigante que vendría a derogar las reformas laborales impuestas por la UE entre 2010 y 2012. Sin embargo, como en la vieja fábula, los montes del «diálogo social» han parido un pequeño ratón: parturient montes, nascetur ridiculus mus. Por ello, sería apropiado que esta reforma laboral se aprobase hoy, 28 de diciembre.
La buena noticia es que, en efecto, el pacto preserva los elementos esenciales de la positiva, aunque insuficiente, reforma de 2012, como son la flexibilidad relativa a despido colectivo, condiciones de trabajo y movilidad geográfica, o la supresión de los «salarios de tramitación». La mala noticia, pero también una pequeña lección aplicable en otros ámbitos, es que el pacto pone de relieve varios vicios de nuestra política y nuestra opinión pública. El primero es que, si se fabrican expectativas pésimas, las malas leyes casi nos acaban pareciendo aceptables.
El segundo, que la complacencia nos lleva a sobrevalorar el consenso, sin pararnos a examinar la representatividad de quienes lo deciden ni el contenido concreto de lo que pactan. Corremos así un grave riesgo de que los consensos sólo sean ocasión y disfraz para la captura de beneficios particulares.
La representatividad es condición necesaria porque aseguraría que el acuerdo sirve, si no el interés general, al menos cierto grado de percepción mayoritaria del mismo. Sin embargo, en España, patronal y sindicatos representan intereses minoritarios: las grandes empresas y los trabajadores que en ellas trabajan, más el propio «funcionariado» de ambas clases de organizaciones gremiales, incluidos las decenas (¿o acaso centenares?) de miles de liberados sindicales. En cambio, carecen de representación efectiva por esta vía los desempleados, los trabajadores temporales, los autónomos y los trabajadores futuros, así como las empresas más pequeñas. En esas condiciones, es de esperar que, cuando el Gobierno les atribuye unas funciones cuasi legislativas, patronales y sindicatos se pongan de acuerdo para desempeñarlas en su propio beneficio. Así lo han venido haciendo desde siempre, y el pacto de la pasada semana no es una excepción. Pedirles otra cosa sería un necio postureo idealista.
Lo más revelador en este sentido es que dicho pacto devuelve la prioridad en cuanto a salarios a los convenios sectoriales sobre los de ámbito empresarial. Como consecuencia, amplían sus funciones y recobran poder las patronales y los sindicatos, que son quienes negocian estos convenios de rango «superior».
Por el contrario, las empresas emergentes tendrán mayores dificultades para competir: cuanto mayor es el nivel de un convenio sectorial, es más probable que consagre un efecto oligopólico en perjuicio —en última instancia— de los clientes. Si todas las empresas han de pagar, como mínimo, un determinado salario, ninguna de ellas puede reducir costes por esa vía, por lo que sus clientes tenderán a pagar precios más altos. Además, quien sale finalmente perjudicado es el propio trabajador porque que todo trabajador es ante todo… cliente de aquellas empresas en que no trabaja. El capitalismo competitivo viene a ser un sistema de dependencia generalizada, en el que todos los productores nos debemos a nuestros clientes.
Más allá de la competencia, las empresas tendrán más difícil adaptar su actividad a las diferencias que existen entre regiones, así como a los cambios que se produzcan a lo largo del tiempo. Esto último puede demostrarse trascendental muy pronto, por dos motivos. Por un lado, la reforma viene a suprimir un mecanismo de ajuste en el momento en que para muchas empresas puede ser más necesario. Por otro lado, la reforma reintroduce una rigidez anticompetitiva adicional al alargar la vigencia de todos los convenios más allá de su duración pactada (elimina la actual limitación temporal a lo que se conoce como «ultraactividad»), que ahora rige sólo en aquellos convenios en los que las partes así lo hubieran establecido.
Las consecuencias pueden demostrarse especialmente graves si, tras la pandemia, muchas empresas necesitan aplicar ajustes. La experiencia de la anterior crisis demostró que, si no pueden ajustarse los salarios, se acaban ajustando los despidos y, en el límite, se producen cierres de establecimientos y quiebras empresariales. Es de temer que, en lógica coherencia con su autoría, el pacto recién alcanzado perjudique más a las empresas más débiles y a sus trabajadores, a todos los cuales viene a limitar las posibilidades de ajuste a variables no salariales cuando, en ese contexto de crisis y caída de demanda, la reducción salarial es, por un lado, la vía más eficaz, comparada con la reorganización del trabajo; y, por otro lado, la vía menos dolorosa, comparada con el despido.
El tercer gran vicio proviene de que está muy extendido en nuestra ciudadanía una especie de «idealismo legislativo», que lleva a muchos a creer ingenuamente que el contenido de la ley determina la realidad. De hecho, actúan en política como si lo que se legisla tuviera consecuencias reales per se, sin que estas consecuencias estén mediadas por las ulteriores decisiones que puedan tomar los demás agentes económicos. Sucede así que, por ejemplo, la joven graduada en paro apoya con su voto subidas del salario mínimo o mejoras de las condiciones laborales, como si esas normas se tradujeran necesaria y únicamente en mayores salarios o en mejores condiciones. No se percata de que, si bien en el mejor de los casos esa puede ser la consecuencia para empleados con contratos vigentes (y que no sean finiquitados), es probable que con la nueva ley haya menos empleadores dispuestos a contratarla a ella. Al contrario, éstos quizá prefieran reemplazarla por una máquina, o sustituir a dos empleadas como ella por una sola empleada más experta, o que opte incluso por mudarse (por ejemplo, por instalarse en el norte de Portugal, como están haciendo muchas pymes desde el sur de Galicia). Nuestra joven graduada olvida, en definitiva, que dos no contratan si uno no quiere.
Viene esto a cuento de que dos de las reformas que los portavoces patronales han presentado como males muy menores, casi como calderilla negociadora, asumible para mantener la flexibilidad y recobrar el protagonismo de la nomenklatura en los convenios. Me refiero a la temporalidad y la subcontratación, aspectos en que las propuestas iniciales del ala comunista del Gobierno sí se han visto muy diluidas.
Se trata de una dilución bienvenida pero que obvia lo principal: el «abuso» de la temporalidad y la subcontratación no son más que un síntoma de lo disparatadamente intervencionista que es aún el marco normativo general. Son mecanismos que permiten a nuestra hipotética joven graduada y a su potencial empleador contratar (aunque mal), pero esquivando el inviable marco general. La reforma de 2012 mejoró este último, pero queda aún mucho camino por recorrer. El pacto que acaban de parir nuestros aparatos sindicales y patronales quizá no da los grandes pasos con que nos amenazaba el Gobierno, pero ataca los síntomas, no la dolencia. Además, está por ver qué efectos reales tendrán la incertidumbre y judicialización que originan. En todo caso, sea cual sea su tamaño, son pasos que, para el bienestar colectivo, nos llevan en la dirección equivocada.