El precio de celebrar el tiempo
«Todo final lleva aparejada su melancolía. También el final del año»
Todo final lleva aparejada su melancolía. También el final del año. El mismo nombre –Nochevieja– tiene un aire otoñal que nos reserva a nosotros el papel de hoja caduca. Sucede que, al no haber un interregno entre un año y otro, enseguida se impone la lógica del comienzo del nuevo, en este caso 2022. Pero la melancolía se arrastra unas semanas antes, desde que los ayuntamientos empiezan a sobreactuar con las luces navideñas y los miembros más previsores de la familia preguntan por las listas de regalos –a veces, incluso, cuando aún nos damos los últimos baños en septiembre–. Su precipitación nos irrita porque, aunque la intención sea realzar los espacios, lo que hace es comprimirnos el tiempo recordándonos su paso inexorable. Otro año más, cuando todavía tenemos el recuerdo de las fiestas pasadas y sentimos que apenas hemos dejado atrás el verano. Quien llega, ha vencido una batalla, pero los oropeles y las ceremonias nos recuerdan, más bien, que no hay victoria posible.
Celebrar el paso del tiempo tiene algo de autosabotaje, pero no hacerlo sería de una ingratitud culpable. Las fechas ordenan la vida y le conceden un horizonte alcanzable a los esfuerzos. No son, además, caprichos de dioses, sino reflejos simbólicos de sucesos reales, como las estaciones –con permiso del cambio climático– o el ritmo de las cosechas. Sin ellas, nos pasaría como a los primeros constructores de la Gran Muralla China: improductivos y apabullados ante la infinitud del trabajo, de sus recompensas siempre pospuestas, nos perderíamos en un vacío insondable, como esos planetas errantes que ahora descubren los radiotelescopios más avanzados, vagando por el espacio al haberse descarriado de antiguas órbitas que le daban un comienzo y un final a su movimiento. La solución en China fue establecer tramos y calendarios, es decir, pautar el espacio y el tiempo para hacerlos mensurables, acordes a nuestra insignificancia, para así darle un sentido aquí y ahora a cualquier labor que iniciáramos.
Pero celebrar el tiempo, su paso, es un mal menor, y no un bien. O no para lanzar las campanas al vuelo, que, literalmente, es una de las cosas que hacemos estos días. Explicaba Carl Gustav Jung en sus memorias que, durante un tiempo de su infancia en el que reflexionaba mucho sobre la oposición entre la vida y la materia inerte, su madre lo encontraba con frecuencia deprimido, a lo que el psiquiatra suizo respondió en esas mismas páginas: «Esto no era exacto, sino que me preocupaba el misterio. Era un consuelo feliz y curioso el sentarse sobre aquella piedra. Ello me libraba de todas mis dudas. Cuando pensaba que yo era la piedra cesaban los conflictos». Y algo así sucede en estos días: quizá los fastos nos inducen a una tristeza aparente, pero es el precio justo a pagar por acercarnos, ligeramente, a un misterio que se aproxima, nos atrae y, finalmente, nos elude. Como cuando, en medio de la noche, nos desvelamos ligeramente y creemos saber por fin algo que, al despertar por la mañana, se nos ha olvidado.
La órbita elíptica por la que transcurro durante el año se acerca más en estos días al objeto, aunque no sepa qué objeto es, ni si existe o es solo una apariencia. El misterio del que hablaba Jung. Sea lo que sea, por ahora, me basta. Que tengan un buen final de este año que se va para quedarse para siempre en otro sitio, y que 2022 nos encuentre dichosos en la aventura. Como cantaba el recientemente desaparecido Battiato, «el cielo es primordialmente puro e inmutable, y en cambio, las nubes, son temporales». Hoy es un buen día para recordarlo.