El irresistible encanto del cine musical
«El cine musical es como los vinos de Jerez. Ambos tienen un pasado glorioso pero, como tendencia de consumo, nunca terminan de volver»
El cine musical es como los vinos de Jerez. Ambos tienen un pasado glorioso pero, como tendencia de consumo, nunca terminan de volver. Por eso lo mejor que podemos hacer quienes tanto los amamos es reivindicar regularmente su grandeza, a ver si en una de estas la fiebre se propaga…
Digo esto al hilo de mi reciente artículo sobre el remake de West Side Story que ha estrenado Steven Spielberg y de un par de preguntas relacionadas con el tema que me ha formulado esta semana un simpático follower en redes sociales: «¿Cree usted que estamos ante un renacer del cine musical? ¿Cuáles son sus títulos favoritos del género?».
Gracias por lanzarme el guante, estimado lector. No hay cosa que más me divierta que elaborar tops intrascendentes –en el más puro estilo del Alta fidelidad de Nick Hornby– y debatir sobre asuntos baladíes. En eso debería consistir el ocio dominical, ¿no? Pero vamos al lío…
El musical es, como he dicho antes, una joya de la cinematografía del siglo XX, que no se circunscribe exclusivamente al Hollywood en blanco y negro de los años 30, sino que también brilló en décadas posteriores e incluso en países de habla no anglosajona, desde las producciones de Bollywood hasta Los paraguas de Cherburgo (1964) o Las señoritas de Rochefort (1967) del francés Jacques Demy. Nunca lo he dado por muerto, aunque sí es cierto que ha caído un poco en el olvido en estos tiempos de dramas sicóticos y filmes de acción que asemejan videojuegos prohibidos a menores.
Tengo un recuerdo imborrable de aquellos largometrajes musicales que integraban la programación televisiva navideña cuando era niño: Un americano en París (Vincent Minnelli, 1951), Gigi (Vincent Minnelli, 1958), My Fair Lady (George Cukor, 1964), Sonrisas y Lágrimas (Robert Wise, 1965), Oliver (Carol Reed, 1968) y, por supuesto, el West Side Story original (1961) de Robert Wise y Jerome Robbins. Todos estos títulos, por cierto, llegaron a obtener el Oscar a la Mejor Película y no son los únicos –hay cuatro más– en la historia de la Academia. Lo cual demuestra que el género siempre obtuvo el beneplácito de los espectadores y la industria supo reconocerlo en forma de premios.
Lo explicaba mi querido Juan Cobos en el monográfico de la revista trimestral Nickel Odeon publicado en invierno de 2001: «Todos esos filmes que surgieron en tiempos del New Deal tuvieron un efecto beneficioso en el público que luchaba por superar la gran depresión; por unos centavos, salían de las salas de cine con renovadas ilusiones y nuevos ímpetus».
O sea que el musical no es solo un entretenimiento insustancial, tipo el Panem et circenses que describió el poeta romano Juvenal, sino que posee virtudes terapéuticas, puesto que contribuye notoriamente a mejorar la moral del ciudadano o –como diría Javier Krahe– a animar al personal. Existe un modelo de cine comprometido, destinado a hacer pensar al espectador, y otro concepto teóricamente más banal, que tiene por objetivo transmitir optimismo. Yo aquí, como en la discusión sobre la cebolla en la tortilla de patatas, me defino equidistante.
La crítica estructuralista puede haber hecho mella en muchos cinéfilos de mi generación, pero no logró enterrar el musical e incluso un medio tan comprometido y categórico como Cahiers du Cinéma concede a Cantando bajo la lluvia (1952) de Stanley Donen un meritorio séptimo puesto en su top de los 100 títulos imprescindibles de la historia del séptimo arte. Por cierto, en la posición número 83 de dicha lista figura igualmente Melodías de Broadway (1953) de Vincent Minelli. Así que la escuela de pensamiento crítico impulsada por André Bazin, Truffaut, Chabrol, Godard y compañía también tenía su corazoncito.
Aquel musical de la era dorada, nos recuerda Miguel Marías, tenía sus antecedentes en la opereta y el cabaret. Muchas de las obras pasaban por Broadway o por el West End londinense antes de hacer su traslación al celuloide. Infinitas canciones que han terminado por convertirse en standards atemporales y universales fueron creadas para magnificar una escena por compositores de la era del Tin Pan Alley cuyos nombres no le dicen ahora nada a los chavales de la generación Z: Cole Porter, Jerome Kern, Irving Berlin, Johnny Mercer, George e Ira Gershwin, Sammy Cahn, Rogers y Hart… Solo por ese magnífico repertorio, que hoy reinterpretan estrellas como Lana del Rey o Lady Gaga, esta inofensiva categoría cinematográfica debería salvarse del desprecio y el olvido.
Pero es que tiene mucho más que aportar. Permítanme recordar al defenestrado Woody Allen, en un escena de la espléndida Hannah y sus hermanas (1986), cuando su personaje de Mickey Sachs –un alter ego intelectual e hipocondríaco del propio autor–, trata de quitarse la vida sin éxito, creyendo que padece una enfermedad incurable. Tras su fracaso con la escopeta, sale a la calle a tomar el aire y entra para calmarse en un cine donde proyectan Sopa de ganso (1933) de Leo McCarey.
Allen podría habernos mostrado cualquier otra escena, pero elige el número musical titulado This Country’s Going to War en el que inverosímil Rufus T. Firefly (Groucho Marx) rechaza la propuesta de paz del embajador de Sylvania (Louis Calhern) y, en compañía de los espías Chicolini y Pinky (Chico y Harpo Marx), termina tocando el xilófono en los cascos de los soldados de la República Democrática de Freedonia: una escena enloquecida con trasfondo antimilitarista que contagia fundamentalmente buen rollo.
«¡Cómo he sido tan estúpido de querer suicidarme! Mira qué divertida es esa gente en la pantalla. Y qué pasa si se confirma lo peor y no existe Dios y la vida no tiene ningún sentido. ¿No quieres vivir esa experiencia? Debería evitar arruinar mi vida buscando respuestas y disfrutar de ella mientras dure… Entonces empecé a relajarme y a pasármelo bien», cuenta la voz en off de Mickey mientras los hermanos Marx bailan al estilo Far West.
O sea que la comedia musical consiste básicamente en pasarlo pipa y abstraerse de las miserias cotidianas. Es un mensaje similar al que nos quiso transmitir Preston Sturges en Los viajes de Sullivan (1941), pero con alegres melodías y estribillos pegadizos. En vez de leer a Bertrand Rusell y su Conquista de la felicidad (1930), visionamos Siete novias para siete hermanos (1954), de Stanley Donen, y el optimismo fluye a borbotones.
Por supuesto, toda corriente artística o de pensamiento tiene sus apóstoles y los míos, en este caso, se llaman Fred Astaire, Frank Sinatra, Gene Kelly, Judy Garland, Ginger Rogers, Leslie Caron, Julie Andrews, Cyd Charisse… Y a todos los títulos antes citados, habría que añadir como piedras angulares de género en su mayor momento de esplendor cintas como El cantor de jazz (Alan Crosland, 1927), La alegre divorciada (Mark Sandrich, 1934), Sombrero de copa (Mark Sandrich, 1935), El Gran Ziegfeld (Robert Z. Leonard, 1936), El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), Cita en San Luis (1944, Vincente Minnelli), Levando anclas (George Sidney, 1945), Un día en Nueva York (Stanley Donen y Gene Kelly, 1949), Ha nacido una estrella (George Cukor, 1954), Los caballeros las prefieren rubias (Howard Hawks, 1955), Ellos y ellas (Joseph L. Mankiewicz, 1955) y Alta sociedad (Charles Walters, 1956); esta última, una muy buena adaptación de la sublime Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940) con cancionero del mismísimo Cole Porter.
Pero nos estamos poniendo en plan abuelo cebolleta y el musical no concluye ni mucho menos en los años 50. Muy al contrario, adquirió una nueva dimensión con la técnica visual del CinemaScope, diseñada para que las salas de cine pudieran competir con ese nuevo enemigo del show business llamado televisión.
Con la pantalla más ancha y los colores vivos, llegaron también temáticas vez más atrevidas. Tras las aparentemente inocentes Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964), Hello Dolly! (Gene Kelly, 1969), Willy Wonka y la fábrica de chocolate (Mel Stuart, 1971), El violinista en el tejado (Norman Jewison, 1971) o Funny Girl (William Wyler, 1971), aparecieron historias más extravagantes como Los productores (Mel Brooks, 1968), La leyenda de la ciudad sin nombre (Joshua Logan, 1969), Cabaret (Bob Fosse, 1972), Jesucristo Superstar (Norman Jewison, 1973, a mayor gloria del prolífico compositor Andrew Lloyd-Weber) u All That Jazz (Bob Fosse, 1979); películas protagonizadas por marginados y que proponían desenlaces no necesariamente felices.
Y con ellas llegó, casi al mismo tiempo, ese ocurrente invento llamado ópera-rock, que tiene sus orígenes o bien en un álbum conceptual como el Tommy de The Who (1969), doble elepé transformado en largometraje en 1975 por el histriónico Ken Russell; o bien en montajes escénicos de Broadway o del off-Broadway con cierta vocación rupturista. En todos los casos, los violines y trompetas de rigor eran remplazados por baterías y guitarras eléctricas y los vocalistas cantaban en un tono bastante menos almibarado de lo habitual. Casi nada.
De aquella época recuerdo especialmente el Grease (1978) de Randal Kleiser, que supuso un auténtico boom para mi generación. Sólo hacía un año de las primeras elecciones democráticas tras el Franquismo y aún no se había promulgado la actual Constitución. Así que la historia de amor naif entre el rebelde Danny Zuko y la cándida Sandy Olsson, en un entorno de pandilleros juveniles, unida a los cantos y bailes de John Travolta y Olivia Newton-John, me dejaron tan noqueado que volví a verla tres días después y hasta pedí de regalo la banda sonora de la película –que era un doble elepé– por mi cumpleaños. ¡Qué tiempos!
Poco después, ya en edad de afeitarme, flipé literalmente con The Rocky Horror Picture Show (1975), un vodevil de Jim Sharman entre la ciencia ficción, el terror y el glam, que sólo se estrenó en nuestro país tres años después, limitado al circuito minoritario de los cines de ensayo en versión original subtitulada. En 2005, este filme irracional fue reconocido como «bien cultural, histórico y estéticamente significativo» por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Lo cual indica cómo cambian con el tiempo las mentalidades y la percepción de las obras. ¿Para cuando estos sesudos señores le conceden el mismo honor a la disparatada La tienda de los horrores (1986) de Frank Oz?
Al albur de este resurgir del musical, algunos cineastas de culto decidieron poner sus habilidades al servicio de un libreto. Y, así, Brian de Palma hizo El fantasma del paraíso (1974), Martin Scorsese se inventó New York New York (1977), Milos Forman rodó primorosamente Hair (1979), Francis Ford Coppola se arruinó con Corazonada (1980) –a pesar del extraordinario score de Tom Waits–, John Landis reivindicó la escuela gamberra de National Lampoon en Granujas a todo ritmo (1980), John Huston se puso blandito con Annie (1982), Blake Edwards dirigió Victor o Victoria (1982)a mayor gloria de su esposa Julie Andrews, John Waters rompió moldes con Hairspay (1988)… Lo de Alan Parker no tiene mérito porque se ha pasado media vida firmando pelis de este tipo, desde su debut con la simpática Bugsy Malone (1976) hasta la melodramática Evita (1996), pasando por Fama (1980), Pink Floyd: The Wall (1982) o The Commitments (1991). ¡Y solo enumero autores y títulos que me gustan!
El ejemplo de todos ellos ha sido seguido en décadas posteriores por otros grandes nombres como Woody Allen (Todos dicen I love you, 1996), los hermanos Coen (O Brother!, 2000), Lars Von Trier (Bailar en la oscuridad, 2000), Baz Luhrmann (Moulin Rouge, 2001), Joel Schumacher (El fantasma de la ópera, 2004), Tim Burton (Sweeney Todd, 2007), Tom Hooper (Los miserables, 2012), Kenneth Branagh (La cenicienta, 2019) o el propio Spielberg. Así que le tendencia no remite.
Pero el musical no se ha convertido en una categoría reservada al capricho de grandes creadores aburridos o a las producciones de animación tipo Aladdin (1992), El Rey León (1994), Hércules (1997) o Sing! (2016). También han surgido, en los últimos lustros, producciones sueltas muy meritorias: desde la adaptación al celuloide del popular Mamma Mia! (Phyllida Lloyd, 2008), con música del grupo sueco ABBA, hasta la descacharrante Musical Caníbal (Trey Parker, 1993), de los autores de South Park. Y hoy existen incluso estrellas en auge que han hecho de él su santo y seña, como el coreógrafo pasado a realizador Rob Marshall y sus dos hits incuestionables Chicago (2002) y Nine (2009). O como el talentoso Damien Chazelle y sus dos incursiones en el género, Whiplash (2014) y La La Land (2016), que acumulan 19 nominaciones a los Oscar y nueve estatuillas de la Academia entre las dos. ¡Ellos encarnan el futuro del género!
En un plano menos multitudinario, anoten algunos títulos producidos en este convulso siglo XXI que vale pena descubrir, como la extravagante Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001), la disparatada Repo! The Genetic Opera (Darren Lynn Bousman, 2008), la encantadora Sunshine on Leith/Amanece en Edimburgo (Dexter Fletcher, 2013), la costumbrista
Chante ton bac d’abord (David André, 2014), la tierna God Help the Girl (Stuart Murdoch, 2014) o las muy entrañables Once (2007), Begin Again (2013)y Sing Street (2016) del penúltimo especialista del tema, el semi-desconocido John Carney.
Finalmente, estén atentos a Annette (2021), singular ópera-rock dirigida por el controvertido Leos Carax, con música del dúo californiano Sparks y el ubicuo Adam Driver –¿por qué siempre él?– y la estupenda Marion Cotillard en los roles protagonistas. El filme ya está disponible en streaming y, sin ánimo de hacer spoiler, les diré que es un poco más digerible que la proverbialmente espesa filmografía del director más inaprensible del cine galo.
Pueden buscar en la aplicación Just Watch los títulos que más les atraigan de cuantos hemos citado, para descubrir en qué plataforma de su confianza están disponibles para su visualización. Pero si se sienten perezosos en estos días de resaca navideña, acudan a Filmin y su colección Va de musicales, que incluye 104 películas de todos los tiempos. No todo es sobresaliente, pero sí que hay propuestas suficientes para afrontar con una sonrisa este 2022 de evolución incierta y soportar cualquier medida cautelar de aislamiento sin moverse del sofá. ¡Que ustedes los disfruten!