El peor empleo: el que la ley hace imposible
«El paro juvenil no disminuirá mientras que, por estulticia o interés, impongamos a empleador y empleado un contrato insensato»
El Gobierno acaba de aprobar por decreto ley la reforma laboral previamente pactada por patronal y sindicatos. Como señalaba el martes en este diario, la reforma padece un grave pecado original que ya debía hacernos temer lo peor: estos supuestos representantes de empresarios y trabajadores anteponen al genuino interés social el de sus propios «aparatos» y los de las grandes empresas y los empleados de éstas. La probabilidad de que semejantes consensos contribuyan al bien común es mínima.
Este temor se ha confirmado a la luz del acuerdo, que aumenta el poder de tales aparatos al subordinar en materia salarial los convenios de empresa a los convenios sectoriales que ellos mismos se encargan de negociar. También reduce la competencia, al imponer a todas las empresas unos salarios más altos, que son idóneos para las empresas más grandes y para aquéllas que operan en regiones donde es mayor el coste de la vida. Confesaba hace días un vicepresidente de la CEOE que, con esta primacía del convenio sectorial sobre el convenio de empresa, «acabamos con el dumping salarial que algunas empresas aprovechaban para conseguir cuota de mercado». Parece que lo de tildar de dumping a la competencia es una excusa pegadiza, no sólo entre los aspirantes a monopolistas políticos sino también entre los empresariales.
Pero fijémonos hoy en otro aspecto de la reforma, ilustrativo del principal vicio que padece nuestro régimen laboral: éste plasma fielmente los buenos deseos de los legisladores, pero con nefastas consecuencias imprevistas.
Es el caso del paro juvenil. Más que nunca, necesitaríamos que los jóvenes se formasen en el puesto de trabajo. El motivo es que, como sufren los mandos intermedios de nuestras empresas, el sistema «educativo» está en quiebra. De hecho, lleva quizá más de cinco décadas en decadencia, pero las últimas en caída libre. Y no es por falta de medios, pues gasta ahora más recursos que nunca, recursos que dedica a proporcionar a los jóvenes todo tipo de nuevos servicios. En especial, les mantiene bien aparcados para que no incordien a sus padres. Pero también les entretiene, les arropa en sus congojas, les convierte en fieles creyentes, y, en los últimos años, hasta infla su ego. Para ello, les obsequia con notas altas, les pasa de curso, les regala títulos, y les administra abundancia de mitos, como aquel de las «generaciones mejor preparadas», así como excusas del tipo «el sistema productivo no genera empleo de calidad». En resumen, les da diversión, ideología y complacencia; pero no, salvo heroicas excepciones, una instrucción que eleve su productividad laboral. Por eso enfrentamos la paradoja de que, pese unas tasas tan altas de paro, las empresas no encuentran trabajadores casi a ningún nivel formativo.
Dado ese déficit de productividad, es de celebrar que la reforma contemple un nuevo «contrato de formación» para que el joven pueda formarse en su primer empleo. Por desgracia, este nuevo contrato tiene tan poco futuro como sus predecesores. Además de sufrir restricciones caprichosas, como son los plazos máximos uniformes e imperativos, el salario habrá de ser superior al de convenio y en ningún caso inferior al Salario Mínimo Interprofesional, de 965 euros mensuales sin contar las cargas sociales. En estas condiciones, nuestra legisladora laboral espera que, además, el joven empleado reciba de su empleador una formación que a éste le resulta doblemente costosa. Directamente, porque, mientras el joven se forma, o no produce o produce menos. Indirectamente, porque distrae recursos productivos, ya que otros trabajadores que podrían estar produciendo han de ocuparse en enseñarle.
En muchos casos, ese joven trabajador costará a su empleado mucho más de lo que produce. Aun así, su contratación podría tener sentido si el empleador confiara en que el empleado le compensara en el futuro por la formación que le ha proporcionado. Sin embargo, es improbable que lo haga. Por un lado, semejante compensación es imposible de contratar legalmente. Por otro, en el futuro, el empleado le exigirá un sueldo equiparable a su nueva formación; o bien, simplemente, se irá a trabajar a otra empresa. Tampoco son de ayuda las subvenciones públicas, que originan corruptelas mil y son muy difíciles de gestionar con eficacia.
La solución es obvia, como puso bien de relieve Jordi Cruz, el chef del gran ABaC de Barcelona, cuando, para escándalo de tontos, sugirió que muchos aprendices de cocinero estaban contentos y felices de trabajar gratis como becarios o stagiers en su restaurante. Duele pensar que la productividad de muchos jóvenes es inferior al salario mínimo, o que pueda incluso ser negativa. Ciertamente, debemos mejorar su instrucción; pero esa mejora —amén de difícil mientras la educación responda a intereses espurios— ya no sería de ayuda para los jóvenes actualmente peor preparados. Lo mínimo que les debemos es no empeorar su situación decretando restricciones legales que les impedirán aprender trabajando.
Se trata de una recomendación generalizable, porque nuestra ley laboral está plagada de reglas imperativas rebosantes de buenos deseos pero cuya consecuencia práctica es hacer que millones de contratos de empleo sean imposibles; una situación que viene a empeorar con la reforma en materia de contratos temporales y por obra.
Tal parece que nos negamos a aprender de la realidad. ¿O, acaso, más que de aprender, también es cuestión de intereses? Veamos. Caben al menos dos explicaciones de por qué yerra tanto la legisladora laboral. Si suponemos que es benevolente, su error podría obedecer a que, henchida de bondad pero ciega de estulticia, olvida que dos no contratan si uno no quiere o, como cantaba Louis Armstrong, «hay muchas cosas que puedes hacer solo; pero hacen falta dos para bailar un tango». Si eso fuera todo, quizá podría enmendarse, aliviando su idealismo con una dosis de sentido común adquirida, sino en los libros, en el día a día de la batalla electoral.
Lo más penoso es que son los trabajadores menos productivos y conectados quienes se quedan sin pareja de baile, condenados ayer a la emigración, y hoy a la economía sumergida, al paro, o a depender de su familia. Es éste un resultado manifiestamente injusto; pero que, además, encierra una explicación alternativa, y menos benigna para la mayoría, de por qué persisten en España unas leyes laborales tan ineficientes como las que sufrimos desde hace casi un siglo. Obedecería esta anomalía legal a que la expulsión de los trabajadores menos productivos libra de la competencia, aumenta la demanda y, en suma, acaba beneficiando a esa mayoría de trabajadores más productivos o mejor conectados. Como he señalado en varias ocasiones, incluso sucede que estos últimos no tienen ningún reparo en contratar como servicio doméstico a buena parte de las trabajadoras marginalizadas. Eso sí, con la excusa de que en los hogares se necesita más tener gente de confianza, en esta actividad lo hacen bajo leyes convenientemente liberales. Si esta hipótesis de competencia es la que manda, no basta con pedir que la legisladora abandone el idealismo porque éste sería tan sólo una excusa… al servicio de la mayoría de los votantes.
En todo caso, es claro que el peor empleo es el empleo imposible; y que, bien por error o bien por cobrar ventaja, nuestras leyes los fabrican por millones. Una injusticia mayúscula en espera de que, ya sea de grado o a la fuerza, otros muchos millones asumamos nuestras responsabilidades y dejemos de tapar nuestras malas obras con buenos deseos.