THE OBJECTIVE
José Antonio Montano

La leyenda de la Biblia del Oso

«Mi primera lectura completa de la Biblia fue la Biblia del Oso, que hice no como creyente, sino por interés literario»

Opinión
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La leyenda de la Biblia del Oso

Antonio Muñoz Molina. | A. Pérez Meca (EP)

Aquella advocación de Álvaro de Campos, Nuestra Señora de las cosas imposibles que buscamos en vano, podría cobijar el anhelo por esa literatura española que no fue: la fertilizada por la Biblia del Oso. A diferencia de lo que les ocurrió a los ingleses o a los alemanes, los españoles no tuvimos traducción de la Biblia a nuestra lengua. No la tuvimos, pero existió: la que llevo a cabo Casiodoro de Reina durante 12 años de huida de España y publicó en Basilea en 1569. La ilustración de la portada, con un oso encaramado a un panal de miel, le dio nombre. 

En los tiempos modernos, Marcelino Menéndez Pelayo condenó al hereje pero exaltó su obra, que exaltaron también Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet y Félix de Azúa; pero yo me enteré por un artículo que le dedicó Antonio Muñoz Molina en El País, impregnado justamente del mencionado imposible: «Imagino un idioma cuya literatura tiene un gran espacio en blanco en el centro: la obra maestra de la literatura en ese idioma permanece oculta durante siglos, olvidada o prohibida; el nombre de su autor no lo conocen más que dos o tres eruditos. El problema más grave no es la injusticia del desconocimiento, la falta de recompensa por un esfuerzo y un logro que fueron irrepetibles; más grave que la injusticia es la pérdida para ese idioma y para esa literatura, toda la fecundidad que no condujo a nada, todas las influencias que una obra así podría haber irradiado».

Hay algo de proyección borgiana en esa vasta literatura posible pero inexistente, con la que podemos fantasear. Aunque la melancolía se atenúa si pensamos que en realidad sí existió: es la propia Biblia del Oso, libro de libros en un español radiante del siglo XVI. Ahora ha vuelto a editarla Alfaguara, según sus anteriores ediciones de 1987 y 2001, corregidas y con una importante introducción nueva de Andreu Jaume, la frase más destacada de la cual es precisamente: «Desde el punto de vista de la lengua, Casiodoro de Reina hizo el trabajo, como mínimo, de cien escritores, puesto que en su traducción ensayó tanto el tono épico como el lírico, el elegíaco como el hímnico, haciendo que el español resonara con una variedad de timbres inéditos». Pero una brizna de esa influencia sí se escapó, y qué brizna: la del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, del que hay constancia filológica de que leyó la Biblia del Oso. (También se especula, aunque no está probado, que la conoció Cervantes).

El afán de Casiodoro de Reina era preilustrado: aspiraba a que todos pudieran leer libremente la Biblia, en su lengua materna. Eso estaba prohibido en España, pero se internó con decisión en terreno prohibido, convencido de que «prohibir la divina Escritura en lengua vulgar no se puede hacer sin singular injuria de Dios e igual daño de la salud de los hombres». Jaume resalta la osadía de la interpretación individual, sin intermediación eclesiástica, cuya fijación de una interpretación unívoca estanca el pensamiento y el espíritu. La primera lectura es la del traductor; la traducción de la Biblia es, de hecho, escribe Jaume, «una alegoría de la lectura». El libre examen: flor exótica en nuestra tradición.         

Yo leí la Biblia del Oso a lo largo de 2018, en los cuatro tomos que fui consiguiendo por internet de la edición de Alfaguara de 2001. Fue además mi primera lectura completa de la Biblia, que hice no como creyente, sino por interés literario, que es lo mío. Confieso que me aburrí en muchos momentos, aunque en cada página había encanto a ráfagas, en frases y expresiones crujientes, expresivas, con sabor. La prosa contenía asperezas sintácticas que, por su parte, producían un efecto oracular, oscuro, que casaba bien con el hecho de que fuera un texto sagrado. La mayor impresión me la llevé cuando pasé del Antiguo Testamento, con su «temor y temblor», al Nuevo: la irrupción de Jesús es revolucionaria, con su delicadeza aérea, casi taoísta, una expansión extraordinaria de dulzura. Con la que contrastaba la acción posterior de Paulo, apretada, dogmática, energuménica. Se entendía que lo que triunfó no fue el Cristianismo, sino el paulismo; aunque este estuviese alimentado por Jesús, cuya sutileza tal vez se hubiera disipado por sí sola.

Cotejé la traducción de Casiodoro de Reina con la versión revisada por su discípulo Cipriano de Valera, que se publicó en 1602. Este cambió, por ejemplo, «tetas» por «pechos», una pérdida indudable. En el Cantar de los cantares de Reina podemos leer esta maravilla: «Mi amado es para mí un manojico de mirra, que reposará entre mis tetas». O: «Tus dos tetas, como dos cabritos mellizos de gama que son apacentados entre los lirios». O el pasaje que citaba Muñoz Molina y que me llevó finalmente a su lectura: «Tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas, a los racimos. Yo dije: Yo subiré a la palma, asiré sus racimos, y tus tetas serán ahora como racimos de vid, y el olor de tus narices, como de manzanas. Y tu paladar, como el buen vino, que se entra a mi amado suavemente y hace hablar los labios de los viejos».

Como los Reyes Magos vienen mañana por la noche, termino con su momento del Evangelio según san Mateo: «Y ellos [los Magos], habiendo oído al rey, fuéronse; y he aquí que la estrella, que habían visto en el Oriente, iba delante de ellos hasta que llegando se puso sobre donde estaba el niño. Y, vista la estrella, gozáronse mucho de gran gozo. Y entrando en la casa hallaron al niño con su madre María, y postrándose adoráronlo; y abriendo sus tesoros ofreciéronle dones: oro e incienso y mirra». (A algunas casas llevarán también la Biblia del Oso).

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