«¡Oh!, cómo cansa el orden»
«Quien tiene poder para establecer las normas no tiene por qué sentirse sometido a ellas… como estamos viendo en España desde hace algún tiempo»
En 1827 Espronceda emigró a Portugal movido por sus deseos de ver el mundo. Ya se sabe que al romántico le aprietan los horizontes. Al llegar a Lisboa toda su fortuna se reducía a un duro. Diciéndose a sí mismo que no quería entrar en una ciudad tan grande con un capital tan nimio, tiró la moneda al Tajo con un gesto que no me extrañaría que hubiera ensayado antes de ponerlo en práctica. Un romántico de verdad solo es espontáneo ante el decorado adecuado.
Entró, pues, en la capital portuguesa sin un real y lo primero que hizo no fue ejercitarse en pasar hambre, sino escribir a sus padres: «Queridos Papás: Háganme el favor de remitirme fondos».
Hay dos tipos de romanticismo: el de los pobres y el de los ricos. Los ricos pueden ir de románticos pobres cuando se les antoja, porque no les sale muy caro el capricho. Los pobres, por el contrario, no tienen manera de catar lo que es ser rico.
Para el romántico rico, la excentricidad forma parte del vestuario. Para el romántico pobre, la excentricidad es comer caliente y, si va más allá, es simple y llanamente delincuencia.
El romántico rico puede darse de vez en cuando una excursión por la hipérbole y volver a casa a reponer fuerzas después de haber ridiculizado unos cuantos prejuicios porque siempre tiene una Penélope esperándolo, manteniendo intacto el acendrado patrimonio familiar y encendido el fuego del hogar. A la hora de la verdad, los románticos ricos acababan recurriendo al ornato de los prejuicios y se casan con quien corresponde y con el boato, pompa y circunstancia que corresponde para permitirse tener hijos excéntricos.
El romántico rico no tiene un prejuicio contra los prejuicios, pero le gusta aparentar que sí, que está por encima de los estereotipos. No es verdad. Su anticonvencionalismo es un ingrediente más de su privilegiado esteticismo. Es un cínico que se dedica en los ratos libres a desmontar ilusiones ajenas. Si desprecia a los pobres, es por su incapacidad para el cinismo y por estar demasiado pendientes de sus costumbres. Se ríe del mundo porque cree que la moral es cosa de tenderos con miedo a perder la clientela (que es, por cierto, lo que en buena parte es la moral).
Ahora, cuando todos somos demócratas, y los aristócratas, los primeros, animan a los pobres a ser como ellos, todos queremos ser autónomos, librepensadores, propietarios de los derechos que nos autoasignamos, rebeldes e iconoclastas… porque quien tiene poder para establecer las normas no tiene por qué sentirse sometido a ellas… como estamos viendo en España desde hace algún tiempo. Hemos decidido que las normas que constriñen no pueden tener más valor que la espontaneidad que libera y nos hace genuinos, creativos, dueños de nuestros destinos, etc.
Y dicho esto, los ricos se van a la cama de madrugada, justo cuando a los pobres les suena el despertador.
La cultura anticonvencional está hoy al alcance de cualquiera. Como matar a Dios, que está al alcance de cualquier alma kitsch. Un ejemplo: Oli London, un influencer británico que se considera una persona no binaria transracial y se ha sometido a 18 operaciones de cirugía estética para parecer coreano, porque asegura que ha estado viviendo durante toda su vida en «un cuerpo equivocado». «Soy un ser humano que vive en mi verdad», declaró a Sky News. El problema para él es que algunos lo acusan de apropiación cultural.
Vuelvo a Espronceda.
Admiro El diablo mundo y suelo repetir aquello de «yo, con erudición cuánto sabría» o aquellos versos que bien pudieran servir de lema del innovacionismo pululante: «¡Oh!, cómo cansa el orden; no hay locura / igual a la del lógico severo / y aquí renegar quiero / de la literatura / y de aquellos que buscan proporciones / en la humana figura / y miden a compás sus perfecciones».
Pero Espronceda, curado de las fiebres juveniles y de vuelta de tantas cosas, no se fue al encuentro de la muerte lanzándose al vacío desde lo alto de algún precipicio iluminando sus desgarros existenciales con la lívida luz de la luna. Al contrario. La supo esperar como Dios manda, en las vísperas de su boda con una joven burguesa, Bernarda de Beruete, y en traje de faena: estaba redactando un discurso en defensa de la rebaja de tarifas en la importación de lanas peinadas. Esto es lo propio del romántico rico.
El romántico rico siempre acaba apreciando la moral del tendero, mientras que el romántico pobre lo que quiere es adueñarse de todo aquello que el romántico rico en sus horas de euforia dice que es.