¿Un combate de verdad? Sobre asteroides selectivos
«Se ilumina con datos oficiales solo aquello que permite ‘mantener la narrativa’»
¿Puede una mujer consentir en ser golpeada con riesgo de muerte por una mujer trans (esto es, un individuo que es biológicamente un hombre)?
El pasado mes de septiembre se disputó un combate de la especialidad MMA (Mixed Martial Arts) entre la campeona francesa Céline Provost y Alana McLaughlin, exmilitar profesional de los Estados Unidos que allá por 2012, cuando contaba 30 años, comenzó su transición y hoy compite como mujer en esa disciplina deportiva. La derrota que infligió a Provost, una luchadora excepcional, causó una notable controversia, aunque no tanta como el precedente del combate en 2014 entre la trans Fallen Fox y Tamikka Brents quien salió del ring con el hueso orbital fracturado en el primer asalto y afirmó que jamás en su vida se había sentido tan inferior en un ring. En peleas posteriores las rivales de Fox han tenido igualmente muy pocas oportunidades.
En un reciente trabajo publicado en Sports Medicine, la bióloga de la Universidad de Manchester Emma Hilton y el fisiólogo deportivo Tommy R. Lundberg han documentado las ventajas promedio que en varios deportes tienen los hombres frente a las mujeres. Su objetivo es calibrar hasta qué punto es suficiente la política del COI consistente en obligar a las deportistas trans a reducir sus niveles de testosterona a menos de 10 nanomoles/litro durante los 12 meses anteriores a la prueba para así hacer justa y segura la competición. Y lo cierto es, concluyen, que las ventajas adquiridas por el desarrollo puberal como hombres apenas se eliminan, particularmente en la fuerza, explosividad y en la densidad y longitud muscular de la parte superior del cuerpo, decisiva en deportes como el MMA. En promedio, constatan, la potencia de un puñetazo masculino es un 162% superior al golpe que propina una mujer.
La seguridad de las mujeres, y no sólo el fair-play, está claramente comprometida en este tipo de deportes de contacto si prospera la muy difundida tesis en favor de la inclusión qua mujeres de quienes se desarrollaron como hombres. Se trata, se dice, de evitar la discriminación frente a las personas LGTBIQ+, pero ese argumento supone, a mi juicio, una nueva versión de la falacia moralista, la que implica inferir hechos a partir de premisas normativas: como debe ser que las mujeres trans se desenvuelvan de acuerdo con su género sentido, no existen diferencias significativas relevantes entre las mujeres cis y las mujeres trans que les impidan competir en la misma categoría.
Pero haberlas ‘haylas’, y negarlo mediante el expediente habitual de consignar que individuos como Fallen Fox o Alana McLaughlin son mujeres más allá de lo que dicte su biología no es nada distinto, como ha señalado Kathleen Stock en Material Girls, a argüir que un asteroide no va a colisionar sobre la Tierra puesto que definimos Tierra como: «Objeto incapaz de ser impactado por un asteroide». La actitud del avestruz, vamos.
Un asteroide ficticio es precisamente lo que sirve en estos días de metáfora para ilustrar la necesidad imperiosa que tenemos de recuperar la verdad y la crudeza de lo fáctico. Lo ha recordado Arcadi Espada y los hechos no le dan la espalda: quienes antaño celebraban la condición posmoderna, el sepelio de la constatación empírica, la primacía de la perspectiva y el triunfo de las interpretaciones; quienes llegaron a afirmar, pace Hanna Arendt, que «la verdad es incompatible con la democracia» les bastó escuchar la expresión «hechos alternativos» pronunciada por Kellyanne Conway, la portavoz del presidente Trump, para desempolvar el pendón de la objetividad en un afán de recuperación de la razón ilustrada y la democracia liberal que no cabe sino celebrar.
Pero aún hay rescoldos en la hoguera de las vanidades y veleidades de quienes jalearon la epistemología «descolonizada»; aún quedan distritos enteros de la discusión pública en los que la guerrilla del pensiero debole se muestra incólume. Nuestro debate sobre las reivindicaciones del colectivo LGTBIQ+ o las demandas y postulados del feminismo contemporáneo lo muestran de manera inequívoca. Y las consecuencias de esa resistencia ni son pequeñas ni son difíciles de constatar. Quienes hoy insisten en el «dato mata relato» para que nos arracimemos en torno a la necesidad de cumplir los designios de un gobierno que se «guía por la ciencia»; quienes están dispuestos, bajo la bandera de un supuesto «derecho a la verdad», a que una comisión oficial consigne qué interpretaciones de nuestra reciente y convulsa historia son o no admisibles, no tienen empacho alguno en justificar todo apagón estadístico sobre las dimensiones de la realidad que, precisamente, pudieran «matar el relato». Así, ser pesimista acerca de la sostenibilidad de nuestra vida futura en el planeta puede ser perfectamente compatible con la más absoluta despreocupación, el optimismo más rampante sobre la sostenibilidad de nuestro sistema de pensiones. ¿Nucleares? No gracias.
Cuando queremos discutir en serio sobre la violencia vicaria o el filicidio o sobre las preferencias de la ciudadanía en materia de convivencia lingüística en el sistema educativo catalán, nos encontramos con que primero se bajan las persianas, se ilumina con datos oficiales solo aquello que permite «mantener la narrativa»” y ya tenemos el set preparado para que quien afirme, por ejemplo, que hay más madres que matan a sus hijos que padres pueda ser públicamente señalado como trumpista divulgador de fake realities. La perversión del juego es difícil de exagerar y tan evidente que asombra, para empezar, el silencio borreguil de tantos académicos y asesores áulicos. Mientras una pléyade de neurocientíficos, psicólogos clínicos, psiquiatras y biólogos de la evolución se afanan por entender mejor los factores que desencadenan nuestros comportamientos patológicos, tenemos a una legión de representantes públicos, empezando por el presidente del gobierno, capaces de atribuir en un tuit las intenciones, motivaciones o catalizadores del asesinato de una niña de 3 años presuntamente a manos de su padre. Pregunte usted ingenuamente si esa llamada «violencia vicaria» transita también en la otra dirección (madres filicidas para hacer daño al padre) y verá lo que tarda en palparse usted en la ropa el sambenito de «machista negacionista».
Persiste la superchería, y los hechos, los datos y la «evidencia disponible» pueden ser despreciables cuando convenga. En materia de violencia de género hemos instalado una presunción irrefutable, frente a toda ciencia posible, de que tras cualquier agresión física o psicológica de un hombre a su pareja o expareja anida el machismo. Y cuando el perfil no cuadre siempre nos quedará el París del «patriarcado», ese flogisto siempre listo para la justificación ad hoc; ese talismán que todo lo explica y por eso mismo no explica nada. Y, claro, la verdad y uno de esos imperativos mínimos que deberían guiar nuestra práctica institucional – la coherencia- se resienten gravemente.
Recuperemos a nuestras luchadoras. La francesa Céline Provost o la estadounidense Tamikka Brents sabían que se jugaban los cuartos y la cara en el ring con hombres biológicos. Y si los protocolos inclusivos prosperan para hacer posible la no-segregación de las mujeres trans en los deportes de combate, todas las mujeres que quieran competir en tales disciplinas estarán consintiendo a medirse con ellas en condiciones de enorme inferioridad.
Y ahora imaginemos que Florian (nombre supuesto), el marido imaginario de Céline Provost, es condenado por un delito de amenazas en el ámbito de la violencia de género a una pena de 5 meses de prisión y a no acercarse a Céline a una distancia inferior a 500 metros. Y resulta que Florian y Céline son descubiertos en un hotel donde se alojan juntos en el período de cumplimiento de la condena. El consentimiento de Céline, ha dicho el Tribunal Supremo, no cuenta como atenuante pues «la necesidad de proteger de manera efectiva a quienes son víctimas de violencia de género emerge hoy como un interés colectivo indisponible» (Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de enero de 2020).
Resultando así que para Céline opera el mantra hippy a la inversa: «haz la guerra y no el amor». Céline es competente para aceptar que un hombre biológico le parta la cara en el ring pero no para que su expareja que la amenazó verbalmente se pueda acostar con ella durante un período de tiempo determinado. ¿Y quién nos asegura que una mujer trans como Alana McLaughlin no se ha enrolado en la categoría femenina para cumplir su secreto anhelo machista de zurrar la badana a las mujeres «por el mero hecho de serlo»?
El asteroide chocó hace tiempo y nos negamos a ver la ceniza, el polvo y el humo tóxico acumulado: la incongruencia y la celebración institucionalizada de la condescendencia hacia las mujeres, convertidas ya en menores de edad.