La pereza liberal
«A gran parte de nuestros jóvenes el liberalismo les parece un lujo de otro tiempo»
Hagan la prueba. Acérquense a un joven y háblenle de la separación de poderes. Intenten seducir a un adolescente subrayándole las bonanzas del habeas corpus y el garantismo procesal o busquen la complicidad de alguna quinceañera hablándole de la presunción de inocencia. Convoquen, si pueden, la atención de algún púber defendiendo la libertad de prensa o prueben a movilizar un gramo de indignación recordándoles, por ejemplo, que nuestra Fiscal General del Estado no hace tanto que fue ministra. Inténtelo con decisión para, acto seguido, constatar la sonoridad de su fracaso. No habrá conseguido nada.
Desde hace ya algunos años han saltado todas las alarmas de la inteligencia biempensante que, escandalizada, nos advierte de los riesgos de la tentación iliberal. Y tienen razón. La amenaza es cierta y es casi tan verdadera como la poca eficacia de su alerta. El enemigo de las democracias liberales crece a ambos lados del espectro político mientras algunos se aflojan el nudo de la corbata para advertirnos de unos riesgos que ya sabemos que serán irreversibles.
A gran parte de nuestros jóvenes el liberalismo les parece un lujo de otro tiempo. Proveerse de una serie de garantías civiles o desarrollar la vida bajo un Estado de derecho no es un bien que proteger cuando ni siquiera tienes claro si podrás acceder a una vivienda. Seamos francos: entre la justicia y la felicidad todos optaríamos por lo segundo, a menos que confiásemos, como Aristóteles, en que sólo la virtud es rentable. La trampa es evidente, pero no pretendan que los chicos la juzguen con las estrictas luces de la razón. Repartir las cartas de nuevo siempre es una tentación para quien piensa que está perdiendo la partida, aunque quienes lo hacen olvidan, pobres temerarios, que al barajar de nuevo les pueden tocar cartas peores.
Nuestra democracia constitucional y la robusta defensa del imperio de la ley es la última almena desde la que proteger las escasas reservas de prosperidad disponible. Sin embargo, no esperen que la generación de la desesperanza acuda a defender el marco ideológico al que consideran culpable de su desgracia. Quienes todavía hoy nos consideramos liberales en el sentido más clásico sabemos que esa desazón tiene más de apariencia que de realidad y que las pocas opciones que el futuro les ofrece a las generaciones que vienen se asientan, precisamente, sobre la protección decidida de nuestras libertades.
Pero el instinto de supervivencia es un recurso emocional y los populistas o los nacionalistas, si es que cabe la diferencia, lo saben. Por eso, intentar apaciguar la emotividad política con dosis de cordura es tan ridículo como rogar a un histérico que se calme mientras damos sorbitos a una taza de té con el meñique alzado. Esta es, probablemente, una de las faltas capitales en las que está incurriendo el liberalismo contemporáneo. Mientras las opciones populistas ofrecen identidades, causas trascedentes y banderas, la asepsia formal del respeto a la norma se muestra incapaz de mover los corazones.
Los recursos afectivos o incluso espirituales del liberalismo han palidecido en contacto con la nueva precariedad y quienes estarían llamados a liderar su defensa balbucean, aturdidos, las consignas de otro tiempo. El liberalismo no es una doctrina eterna sino un instrumento contextual para protegernos de una tiranía que también muta con el tiempo. No es la ley la que nos salva, sino el ecosistema emocional que la hizo posible y que es la única garantía de su puntual cumplimiento.
En su origen el liberalismo triunfó en tanto que supo oponerse, reactivamente, a las opresiones de su tiempo. Pero para que el análisis sensato de Montesquieu pudiera traducirse en políticas reales se requirió, a su vez, del ardor revolucionario. La tradición liberal necesitó a Locke para alumbrar las ideas pero exigió también que un Delacroix nos ayudara a imaginar a la libertad como una mujer hermosa. Algunos entenderán ahora por qué cuando Deleuze hacía rimar concepto, afecto y precepto no estaba solamente jugando con palabras. A fin de cuentas, si la Estatua de la Libertad funcionó es porque, como dicen en El Padrino, logró convertirse en una Madonna americana.
Ortega decía que una estupidez no se podía combatir si no es con otra. Desconozco si estaba en lo cierto, pero sí creo que sólo una emoción contrarresta a otra emoción por lo que nada conseguirá quien intente apagar el fuego de la tentación iliberal con unas gotas de agua oxigenada. El peor enemigo de la libertad no son sus adversarios, sino la pereza y la indolencia creativa de sus capitanes. No existe doctrina eterna que no exija una regeneración simbólica, emocional y afectiva. Busquemos entre las pasiones nobles el abrigo para la mejor idea porque la razón y la libertad nunca supieron combatir solas. Si incluso la verdad más antigua necesitó servirse de los mitos, qué no precisaremos nosotros.