El pozo de Gabriel Ferrater
«Algunas de las mujeres que le amaron coincidieron en observar que había en Ferrater algo roto contra lo que no dejaba de tropezarse»
En este 2022 tan rico en efemérides destaca otro aniversario cuya celebración será interesante observar y analizar. Me refiero al centenario del poeta y polímata Gabriel Ferrater, de cuyo suicidio en 1972 también se cumplen cincuenta años. Ferrater fue una persona desmesurada en todas las dimensiones de su vida. Empezó a estudiar matemáticas para dedicarse luego a la crítica de pintura, un campo en el que nos dejó especulaciones muy brillantes, análisis severos y los principios de lo que pretendía ser una gramática del signo estético. Cada vez que se sumergía en un determinado ámbito epistemológico, Ferrater se proponía pensarlo de raíz, enfrentándose a todas las ideas recibidas y con la ambición de definir su propedéutica. Ocurría, sin embargo, que a menudo las pasiones de su inteligencia caducaban antes de que hubiera podido desarrollarlas con detalle. Y enseguida un nuevo reto se le abría, convencido, como dijo a menudo, de que un verdadero intelectual debe abandonar una materia cuando ya la ha dominado. Algo parecido decía Canetti: la felicidad consiste en cambiar de ocupación y evitar el aburrimiento de la especialidad, que no es sino saber más y más sobre menos y menos. También Ferlosio nos dejó ese ejemplo: «La teoría, envidia de los dioses». Así Ferrater pasó de las matemáticas a la estética y de ahí a la poesía –la lectura de Shakespeare, en el verano de 1957, le descubrió las infinitas posibilidades expresivas del verso para lo que no lograba decir en prosa– y finalmente a la lingüística, la última fiebre de su vida. Cuando se suicidó, el 22 de abril de 1972, a punto de cumplir los cincuenta años que siempre dijo que nunca rebasaría, Ferrater dejó inconclusa una gramática generativa del catalán.
Algunas de las mujeres que le amaron –Helena Valentí, Jill Jarrell– coincidieron en observar que había en Ferrater algo roto contra lo que no dejaba de tropezarse. Y no se referían a su tan novelado alcoholismo, uno de los rasgos de su personaje mitificado, que ha terminado por adquirir una superficialidad pegajosa. Es algo de lo que él mismo habla y que al final se constituyó en el verdadero fondo de su poesía. Como teórico, Ferrater nunca tuvo método, una palabra que etimológicamente significa «camino a seguir», una ruta segura hacia una conclusión. Es curioso constatar que, ya desde In memoriam, el poema que abre Les dones i els dies (1968), el volumen de su poesía reunida, Ferrater se refiera al pasado del que procede como un lugar en el que ya no hay caminos sino tan sólo un pozo, imagen por otra parte recurrente en sus poemas. Como dijo en varias entrevistas, para su generación, el estallido de la guerra civil fue una oportunidad de aventura y libertad –él tenía catorce años cuando empezó– pero también supuso el definitivo y doloroso hundimiento de la autoridad paterna. Después de aquella matanza, ya nunca pudo tomarse en serio a sus mayores, como les había ocurrido a muchos poetas de la generación anterior por culpa de la guerra del 14, entre ellos a Sigfried Sassoon, Robert Graves, David Jones e incluso J. V Foix. La historia no era más que un matadero al que les habían enviado unos padres irresponsables. El padre de Ferrater militaba en Acció Catalana y, según recordó su hijo, él se creía de izquierdas, «pero te diré que todos sus instintos eran más de derechas que Dios». La guerra civil, para Gabriel Ferrater, significó el descubrimiento del individualismo, que a partir de entonces abrazó como única forma de salvación frente a los desmanes de la historia.
Ferrater descreyó de cualquier forma de redención social y política, colectiva, hasta el punto de cultivar una poesía que progresivamente se va oscureciendo hasta convertirse en un trovar clus de cenáculo. Sorprende su actitud en alguien que estuvo toda su vida rodeado de revolucionarios, a los que siempre despreció con un sarcasmo corrosivo. En el Poema inacabat, una obra maestra de la poesía del siglo pasado –y un modelo en cuanto a poema largo, ese género pendiente en nuestra tradición– Ferrater, dirigiéndose a Helena Valentí, entonces su joven amante, le advierte: «Quan se t’acosti un lúbric d’ànimes / (ja m’entens) no li diguis gràcies / si et grapeja la teva. Fuig, / que s’ajaci en el teu rebuig, / i el vici que voldria fàcil, / que se li torni solitari. / Prou et deurà, si va aprenent / que és art llarga fer-se decent / i decent vol dir solitari, / lluny de strip-tease fraternitaris». Ferrater le viene a decir a la joven que si alguna vez se le acerca alguien a venderle una doctrina espiritual o ideológica, lo que debe hacer es salir corriendo y dejarle solo, que es, según dice, la única forma de conocer la decencia, lejos de los «strip-tease fraternales». Ferrater escribía estos versos en 1961. Su aversión a las ideologías –al sacrificio de la vida en el altar de la historia– fue en ese aspecto pionera y rarísima en su tiempo. En consecuencia, también demostró un visceral desprecio por toda forma de nacionalismo, «un fenómeno muy peligroso de compasión de uno mismo», como dijo en una memorable carta a Carlos Barral. Casi estoy seguro de que, al escribir esa frase, estaba pensando en Nietzsche: «Con eso empecé, olvidando (verlernen, en el sentido de desaprender) la compasión por mí mismo».
En sus poemas, Ferrater habla del pasado como un espacio de miedo y asco; un asco que se ha ido pudriendo por «un miedo largo». La historia es por tanto un tapiz en cuyos hilos nos han enredado sin que podamos leer el dibujo que esconden. La única forma de sobrevivir es intentar desembarazarse del ovillo mediante la verdad de las relaciones personales, el estudio y la juerga, esa ilusión de libertad. En Els aristòcrates, un breve poema esencial, Ferrater envidió a Borges y Lowell, los «patricios americanos» que podían transitar con libertad por su historia joven y diáfana. A su lado, él se ve como un plebeyo hundido en un asco viejo «del que nadie cuenta la historia». La historia europea es un pozo sin fondo, una fosa de miedo y mentiras. Ferrater acabó identificándose, en el poema que cierra su obra, con un Teseo que no es capaz de salir del laberinto de la memoria, salvando «socavones de miedo», hundido en el hoyo, como el agrimensor de Kafka en el castillo, soñando tan sólo con el sol de las mujeres que brilla afuera en el paraíso de la vida real.
Aunque dejó la poesía hacia 1963, Ferrater aún escribió un último poema en 1969, cuando era profesor en la recién creada Universidad Autónoma de Barcelona, dedicado a una alumna suya, Júlia Samaranch, que estaba entonces a punto de cumplir diecinueve años. El poema, Prop dels dinou se titula, parece una advertencia para que la chica no se pierda en el pozo en el que él se hundió. Empieza hablando de la cueva de Platón: «Quien espía la pared, la fiebre de sombras, / no siente a su lado / el ánimo con que se le propone / una ciega mano». (Otra vez resuena Nietzsche). Y luego apunta a su propia ceguera, a su extravío: «En la cueva se puede vivir, Julia. / Mejor, sin recuerdos. / Pero cuando tú creces, te crece la memoria. Cuida que te crezca bien. / Que ningún miedo la tuerza. / Que no te sangre / de ningún injerto cruel. / No escuches a quien te hable de egoísmo: / atrévete a querer». A veces he pensado que Ferrater, en ese poema último, al tiempo que saludaba un inicio, estaba pidiendo que encontráramos un camino fuera del pozo, lejos de las ideologías, las revoluciones y los aquelarres históricos, por fin herederos de una tradición política que nos permite a todos ser diferentes sin miedo ni asco.