El invierno demográfico y la 'derecha moderna'
«Las objeciones a la procreación no han cesado, incorporando nuevos enfoques, según los cuales tener hijos no solo es cuestionable, también es éticamente reprobable»
El invierno demográfico no es ninguna novedad. Desde hace décadas, la mayoría de los países occidentales no alcanzan siquiera la tasa de reposición. En general, se tiende a señalar la difícil conciliación laboral como causa principal de este grave problema. Así que lo habitual es abordarlo desde una perspectiva económica. El «cheque bebé», las deducciones fiscales, las guarderías gratuitas o parcialmente subvencionadas, la ayudas para la inseminación artificial y otras ayudas básicamente materiales, directas e indirectas, son las soluciones acostumbradas en cualquier política que aspire a contrarrestar el invierno demográfico.
Pero ¿es este enfoque la solución? Para comprobarlo, lo lógico sería observar lo sucedido en los países que llevan bastante tiempo poniendo en práctica este tipo de medidas y con intensidad, como es el caso de los países nórdicos.
Según datos del Banco Mundial, en 2020, el número de hijos por mujer en Suecia fue 1,71 (en 1964, 2,47); en Dinamarca, 1,70 (1964, 2,6); en Noruega, 1,53 (1964, 2,98); y en Finlandia, 1,35 (1964, 2,54). Es decir, los países nórdicos siguen estando lejos de alcanzar la tasa de reposición. Y si bien habrían logrado estabilizar el desplome de la natalidad, que se inicia a mediados de la década de 1960, éste habría vuelto a ganar velocidad a partir de 2010. En España, donde el numero de hijos por mujer es 1,19 (en 1964, 3,01), aplicar estas políticas podría suponer cierta mejoría, pero no es aventurado prever que tampoco servirían para alcanzar la tasa de reposición.
Como es lógico, quienes tienen hijos aplaudirán este tipo de políticas, y aquellos que contemplan tenerlos en el futuro, también, y es posible que algunos indecisos, gracias a estos estímulos, se animen a ser padres. Pero más allá de estos supuestos, el margen de mejora será limitado porque el problema de la natalidad no solo es económico, también es cultural.
En 1877, Charles Bradlaugh y Annie Besant publicaron el libro Fruits of Philosophy: A Treatise on the Population Question, escrito por Charles Knowlton, uno de los primeros defensores del control de la natalidad. Al hacerlo violaron las leyes que prohibían difundir información sobre la anticoncepción, dando lugar a uno de los juicios más polémicos de la Gran Bretaña de finales del siglo XIX.
Lo llamativo es que un año después, a pesar de que las medidas anticonceptivas que figuraban en el libro resultaban ineficaces, la tasa de fertilidad de Gran Bretaña empezó a desplomarse. Lo que sucedió es que, al dar una gran difusión a la controversia, los medios de información de la época convirtieron lo que hasta entonces era un tema prohibido, la anticoncepción, en una conversación normal. Las personas empezaron a hablar sin tapujos sobre el control de la natalidad y la limitación de la fertilidad. Y la procreación, que hasta entonces se había considerado incuestionable, empezó a ser cuestionada.
Para un número creciente de personas, que las mujeres no tuvieran derecho a ejercer el control sobre su fertilidad era un abuso. Algo tendrían que decir respecto de quedarse embarazadas. Conviene recordar que, por entonces, la mujer estaba compelida a engendrar una nueva vida cada vez que su marido copulase con ella, alumbrando a tantos hijos como la naturaleza tuviera a bien regalarle, hasta llegar a la extenuación física o incluso la muerte. La reducción de la mujer a la función de la procreación no era un simple estereotipo, era en buena medida una realidad.
La controversia generada con la publicación del libro de Charles Knowlton fue el pistoletazo de salida de otras muchas que se sucedieron a lo largo de los siglos XIX y XX. En todas, la dinámica fue muy similar: los activistas presionaban por un cambio en las normas sociales relacionadas con la fertilidad mientras que la sociedad respondía escandalizándose. Pero, entre la denuncia y el escándalo, la opinión pública fue cambiando su criterio. La procreación empezó a ser percibida como una imposición, pues limitaba de forma dramática las aspiraciones de las mujeres, en particular, y de las personas, en general. Y en buena medida era cierto.
Afortunadamente, las cosas han cambiado radicalmente desde entonces. En la actualidad, las personas son mucho más libres para elegir su proyecto vital, especialmente las mujeres. Sin embargo, las objeciones a la procreación no han cesado, se han multiplicado, incorporándose además nuevos enfoques, según los cuales tener hijos no solo es cuestionable, también es éticamente reprobable.
Por ejemplo, en la lucha contra el cambio climático, la acción con un impacto más positivo para reducir la huella de carbono consistiría en tener menos hijos o, directamente, no tenerlos. Esta conclusión no solo está contenida en estudios como este, sino que es regularmente difundida por los medios de información, de tal forma que la percepción de la procreación se estaría dando la vuelta. Ya no sería una función necesaria para la sociedad; al contrario, la pondría en grave peligro.
El feminismo de segunda ola, por su parte, considera que las sociedades demoliberales, a pesar de reconocer formalmente que los individuos son seres libres e iguales, son esencialmente patriarcales. Y si bien las mujeres habrían ganado una ‘igualdad simbólica’, la paridad sociocultural, política y económica habría fracasado. Por lo tanto, el matrimonio y la maternidad seguirían siendo una forma de sometimiento. En cuanto a los enemigos del crecimiento económico, tener hijos es una imposición del capitalismo, que necesitaría un número siempre creciente de consumidores a los que sacrificar en el altar de la demanda. Por último, el aborto, que en muchos países solo se contempla legalmente en determinados supuestos, se ha convertido en la práctica en un recurso anticonceptivo masivo que, a menudo, corre a cuenta del Estado. Lo que explica que en Europa se realicen más de siete millones y medio de abortos en un solo año (2018).
Que las visiones progresistas, lejos de contemplar determinadas ideas como problemáticas, abunden en ellas es una cuestión que no entraré a valorar. Lo que me preocupa es la incapacidad de la ‘derecha moderna’ para escapar a la concepción mecánica de la política social (lo que normalmente llama «gestión»), cuyo origen, por cierto, es socialdemócrata, no liberal.
Esta ‘derecha moderna’ y aspiracionalmente liberal se define como ilustrada, empírica y racional. Para ella, la verdad estaría en los datos, en los números y en su razonamiento. Desde esta perspectiva numérica, los grandes pensadores clásicos, sobre cuyos hombros descansamos, serían personajes poco de fiar, porque decían cosas complejas sin aportar datos. Sin embargo, aunque los números son importantes (en este post también los hay), no nos dicen lo que debemos hacer. Creer lo contrario nos llevaría a escudriñar los números como si fueran los posos del té.
Lamentablemente, el desafío del invierno demográfico requiere, además de empirismo, un enfoque cultural que la ‘derecha moderna’ desprecia, tal vez porque adolece de un cierto complejo de superioridad, tal vez porque teme parecer reaccionaria o tal vez porque en verdad es inculta… o todas estas cosas a la vez. Sea como fuere, esta limitación es lo que hace que la ‘derecha moderna’ contemple el invierno demográfico como un problema de incentivos económicos, cuando, sobre todo, es el resultado de una idea de progreso que, además de colonizar la industria del entretenimiento, la prensa y la Academia y poner las instituciones públicas a su servicio, nos repite sin cesar la conclusión de esa serie de culto, True Detective: que «la vida es una experiencia pavorosa».
Si usted, querido lector, cree que la intención de este post es promover determinadas «buenas costumbres», se equivoca. Las decisiones de cada cual no me incumben. No es preciso ser reaccionario para incentivar la natalidad, ni imponer a la contra las preferencias «correctas» mediante la intervención pública, ni tampoco regresar al pasado, como quizá podría pretender cierto conservadurismo. Polonia en cierta forma lo hace y, sin embargo, su tasa de reposición es de 1,4 hijos por mujer. Lo que argumento es que quizá no sea mala idea que esto de tener hijos deje de ser publicitado a los cuatro vientos como algo negativo y peligroso. Que estaría bien devolver a las instituciones la neutralidad perdida. Y que convendría ver la procreación por lo que es en el presente: una decisión libre y positiva que, además de estímulos económicos y números, necesita buena prensa… y un poquito de cultura.