Inteligencia de Boris Johnson
«¿Qué ha ocurrido para que el hombre que había pasado ‘media vida entre los hemistiquios de Ovidio’ se haya convertido en un empecinado cabestro?»
Hay dos caracteres nocivos para la vida pública y, sin embargo, ambos sienten gran atracción por ella. Lo hacen no tanto para mejorarla como para sacar provecho personal –vanidad, seguridad, dinero, impunidad, poder o todo a la vez–. Me refiero a los que se gustan mucho a sí mismos y a los que nunca tienen la culpa de nada. De los primeros cada vez hay más y se les cala pronto: una de las consecuencias del triunfo del individualismo en nuestra sociedad es la pesadísima canción del yo-yo-yo; la canta prácticamente todo el mundo y la apoteosis de los selfies e influencers solo es la frívola carátula del disco.
De los segundos, los que nunca tienen la culpa de nada, hay menos y se tarda en calarlos –son grandes cínicos y poseen un potente instinto de conservación–, pero cuando se les toma la medida llega el principio del fin. Del fin de lo que sea, porque dejan de ser creíbles con tanta cantinela sobre que siempre son los demás los que provocan las situaciones donde ellos tienen la total responsabilidad de lo ocurrido. Hasta cuando ligan, pobrecitos, no querían, pero han ido a por ellos con descaro y qué podían hacer si ella estaba estupenda y la carne es débil. Unos y otros utilizan el lenguaje de la mentira como si fuera el lenguaje de la verdad y acaban por no distinguirlos, ¿para qué? Unos y otros quieren –o necesitan como pulsión– saberse a salvo de lo que los demás no lo están.
En los últimos años Gran Bretaña ha padecido ambos fenotipos y los dos entre los tories. Recuerden a David Cameron: era de los encantados consigo mismos y miren ustedes el desastre que organizó: por poco desaparece Escocia de su mapa y abrió las puertas al drama del Brexit. Boris Johnson, después de acusar al proyecto europeo de ser un sosias de la Europa de Hitler y zambullir a su nación en el Brexit, acaba de demostrar que aunque presida el Gobierno, solo pasaba por ahí: la mentira de nuevo. «Nadie me avisó de que fuera peligroso o estuviera prohibido», ha dicho. Se refería a los parties o cenas organizadas en el 10 de Downing Street durante el confinamiento. Nadie le avisó, o sea que él no tenía por qué saberlo. ¿Responsabilidad de un premier? Qué va, toda de sus asesores, que no previnieron a Boris, el desinformado, de que reunirse era un riesgo prohibido por el Gobierno que él mismo presidía. ¿Hay quien dé más?
Boris Johnson está contra las cuerdas –mientras escribo esto, viernes, 21, no ha dimitido, pese a las señales de humo y la insistencia de los tantanes–, y aunque continúe farfollando sus verbosos discursos, acabe dimitiendo, o le echen a traición los suyos, en plan Bruto a César, hay que preguntarse qué le pasa a Boris ¿Qué ha ocurrido con el hombre «educado e inteligente que se ha convertido en un tarugo populista» (palabras del escritor Ian McEwan, que estudió con él)? ¿Qué ha ocurrido para que el hombre que había pasado «media vida entre los hemistiquios de Ovidio»–palabras de nuestro hombre en Londres, Ignacio Peyró– se haya convertido en un empecinado cabestro? ¿Qué lo aleja de Disraeli o Churchill, a quienes la literatura ayudó y embelleció su política? ¿De qué le ha servido la lectura de los clásicos y esa inteligencia que citaba McEwan?
Quizá la clave esté precisamente en lo dicho: la mentira. Poesía y verdad, dijo Goethe, y a estas alturas ya sabemos que es la política la que hace daño a la literatura y no al revés. Tal vez deberíamos mirar el caso de Johnson bajo este prisma: un hombre que no se ha vestido con la literatura, sino que se ha desvestido con la política y ahí ha aparecido la grosería y tosquedad del poder en estado puro y el nulo respeto por la verdad. Si le salió bien con el Brexit, por qué no debería salirle bien ahora, acosado incluso por los suyos y señalado como el rey que no llevaba camisa. ¿La mentira? ¿Quién no miente? Es la defensa de todos los mentirosos compulsivos, pero a él se le están acabando las últimas reservas, que son las de aparecer como un niñote atolondrado al que sus malotes y taimados colaboradores engañaron, no avisándolo del peligro que corría invitándolos a casa, los desagradecidos.
Es, precisamente, Peyró quien nos cuenta en su último libro, Un aire inglés, que Boris Johnson, parafraseando a Kipling –otra vez la literatura–, escribió sobre el derecho del inglés «a tomar el fresco en la veranda y vanagloriarse de la posesión de la India». Al ver las fotografías de una de esas fiestas en el jardín posterior de Downing Street, pensé en esa veranda y en ese derecho. Pero ¿dónde queda ahora la vanagloria?