Humoristas del BOE
El condicionamiento de ayudas públicas a las cadenas diseña un Humorista Oficial de partido que en ningún caso sirve de crítica al poder, sino que ejerce de altavoz del mismo
Cada vez es más extraño encontrar a personas libres, a uno u otro lado del espectro político, que se atrevan a desarrollar cualquier labor al margen de los dogmas de nuestro tiempo. Internet, los medios de comunicación y la cancelación del rodillo mediático, que solo acepta la disidencia en una serie de supuestos muy pautados, han conformado un perfil de comunicador cuadriculado, diseñado para responder ante ciertos estímulos y preparado para fruncir el ceño ante otros.
Pero es precisamente esta profesión, la del humorista, la que históricamente ha trascendido los límites de lo permitido por Overton en un determinado momento. Personajes histriónicos como los juglares o bufones siempre tuvieron ciertas licencias para romper con lo convencional, puesto que usaban el humor como vía para denunciar aquello que otros no podían señalar. Esta patente de corso la heredaron los humoristas de nuestro siglo, pero la corrección política y el miedo al apedreo del público han terminado por convertir al artista promedio en un ser ramplón, plano y enlatado, fabricado en cadena.
El condicionamiento de ayudas públicas a las cadenas que patrocinan estos perfiles diseña un Humorista Oficial del poder político, completamente conectado a argumentarios de partido y a los clásicos chascarrillos oficialistas que en ningún caso sirven de crítica al poder, sino que ejercen de altavoz del mismo.
Los chistes, antaño hilo conductor de un entendimiento común no verbal, se han transformado en herramientas para reforzar la ideología dominante, para afianzar la postura política del humorista o para quedar bien de cara a la galería.
La profesión ha sido reducida en buena parte a una mera correa de transmisión entre el poder, los clichés dominantes y el público. Son pocos los que se salen de lo marcado, y por norma general también son pocos los que regresan una vez han transgredido. El ejemplo más claro lo encontramos en Ricky Gervais, que aprovechó los Globos de Oro para señalar verdades sepultadas bajo incómodos silencios: que el Jeffrey Epstein al que ahora denunciaban era el mismo al que habían encubierto y con el que compartieron risas; que los actores de Hollywood no deben sermonear a nadie, porque no son el faro moral de nada y que la mayoría de los allí presentes debía ahorrarse las lecciones que todos ellos recibían gustosos de Greta Thunberg.
Pero la caída de audiencia de este contenido previsible y sumamente ideologizado (58 por ciento en la Gala de los Oscar de 2021), la brecha existente entre el consenso de ciertas élites y los espectadores y la creciente coerción del discurso han dado la vuelta al panorama, generando un ambiente mediático en el que ya no se demandan muñecos teledirigidos, sino personas dispuestas a señalar que el rey va desnudo.