Por qué es Cataluña tan corrupta
«Por cada trama corrupta que salpique a la Administración General del Estado, resulta fácil inventariar docenas a nivel regional o municipal»
Lo ha aireado el periodista Pere Rusiñol y lo anda moviendo en la Audiencia Nacional el juez Pedraz. 2010, Artur Mas acaba de ganar las elecciones domésticas en Cataluña. Al tiempo, David Madí, su hombre de confianza y mano derecha a lo largo de la legislatura cesante, anuncia ante la prensa su retirada de la vida pública. Apenas días después, Madí abrirá un lujoso despacho profesional en pleno Paseo de Gracia, la zona de oficinas con los precios por metro cuadrado más caros de la ciudad. Si bien el dinero no iba a ser un problema para el flamante emprendedor. Porque todos los gastos iniciales de la puesta en marcha del negocio -desde el alquiler del local, pasando por las facturas del teléfono, los lápices y hasta las cápsulas de café- serán sufragados por un desprendido mecenas, la productora audiovisual Triacom. También al poco, Triacom pasa a convertirse en el primer proveedor de producciones externas para TV3, empresa pública a la que facturará 31,3 millones de euros en los ejercicios inmediatamente siguientes.
Pero Triacom resulta ser una productora especializada en no producir nunca nada. Dada esa firme vocación ociosa, la totalidad de los encargos que consigue los subcontrata a su vez con otra empresa, que es la que realiza la integridad del trabajo. La otra empresa se llama Mediapro. Cosas que pasan, Mediapro resulta ser accionista de Triacom. Por lo demás, la mecánica comercial entre ambas se antoja en extremo simple. Mediapro cobra sus producciones audiovisuales para Triacom a un precio determinado, precio que Triacom incrementa inmediatamente en un 50%, sobrecoste que luego recaerá íntegro en el cliente final, TV3. Y vuelta a empezar. El juez Pedraz tuvo noticia de más detalles de esa edificante relación simbiótica gracias a un laborioso oficial de los Mossos llamado Toni Rodriguez. Pues ocurrió que el desprendido altruismo de Triacom no se limitaba a costear de su bolsillo el vistoso despacho de Madí en el Paseo de Gracia, sino que también, tal como descubriría el inspector Rodríguez, daba para asumir, siempre vía facturas falsas, los cuantiosos gastos de la campaña electoral de Artur Mas.
«En Cataluña, de tan crónica y rutinaria, de tan familiar y solariega, de tan confundirse con el paisaje, la corrupción institucional e institucionalizada ya casi da forma a un subgénero específico del costumbrismo»
Pero Rodríguez ya nunca más volverá a seguir removiendo en ese tipo de cuestiones y, de paso, mareando a sus superiores. Joan Ignasi Elena, el actual consejero de Interior de la Generalitat, un tránsfuga del PSC cooptado en su momento por la Esquerra, acaba de cesarlo de modo fulminante como jefe de la unidad del Cuerpo encargada de los asuntos de corrupción. Elena lo ha enviado a dirigir una apartada comisaría de barrio en Rubí, ciudad dormitorio del cinturón de Barcelona. Fin de la historia. En Cataluña, de tan crónica y rutinaria, de tan familiar y solariega, de tan confundirse con el paisaje, la corrupción institucional e institucionalizada ya casi da forma a un subgénero específico del costumbrismo. Pero el siempre tan siciliano oasis catalán solo se ha significado en eso por ser el primero y principal, que no el único. En Cataluña, es sabido, se hurta sin complejos y siempre con la bandera por delante, lo que no obsta para que, con las contadas y testimoniales excepciones de rigor, el del pillaje de fondos públicos constituya en España un tipo delictivo fundamentalmente vinculado a las administraciones autonómicas y locales.
En materia de corrupción, es ese el genuino hecho diferencial. Así, y por cada trama corrupta que salpique a la Administración General del Estado, resulta fácil inventariar otras varias docenas asociadas a los niveles de poder regional o municipal. Algo, tan notoria asimetría delictiva entre un escalón político-administrativo y los otros dos, que no ocurre por azar. En España, las autonomías constituyen una novedad de hace apenas un cuarto de hora; el origen de la columna vertebral del aparato administrativo del Estado central, con su añeja criba meritocrática, objetiva y elitista del alto funcionariado vitalicio, se remonta, por el contrario, al último tercio del siglo XIX, cuando la Restauración. Las primeras vieron la luz al unísono con la propia democracia; la segunda se fue constituyendo poco a poco en el seno de un régimen político, el del turnismo entre liberales y conservadores, caracterizado por sus niveles muy restrictivos de genuina participación popular.
Ocurrió lo mismo en toda Europa. Los países que alumbraron sus respectivas administraciones cuando todavía eran estados autoritarios -el modelo fue Prusia- consiguieron dotarse de órganos públicos independientes del poder político y de cuerpos de funcionarios profesionales ajenos en su proceder profesional a los partidos. Aquí, en España, la alta administración del Estado sigue siendo esencialmente eso. En cambio, las naciones que se democratizaron antes de disponer de un gran aparato estatal consolidado -Estados Unidos encarna el paradigma- dieron lugar luego, durante su construcción, a poderosísimas redes clientelares y corruptas arboladas a partir de los empleados politizados del sector público, redes que en lugares como Italia o Grecia sería ya imposible desmantelar en el futuro. Y en Cataluña pasa lo mismo. Lo malo es que no solo allí.