Gento y otras palabras
«El fútbol lo dejé hace mucho, a los diez años. Pero he guardado sus palabras. Así Gento»
Una palabra del periódico absorbió toda la actualidad porque era una de las palabras originarias: Gento. Una de las palabras de la infancia, del paraíso. Igual que aquellas piedras que aparecían al comienzo de Cien años de soledad: «Pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos». El tiempo del periodismo es pequeño, menudencias del día (que a veces pueden ser catástrofes mundiales), pero aparte, como en una bolsa (¡la bolsa uterina!), está eso que dice el artista Gómez Losada en su recién publicado Diario de pintura: el tiempo grande. Este irrumpe en sensaciones, descuidos, recuerdos, en pasadizos de la percepción que abren la magdalena o el adoquín de Proust. Y también en palabras, como la palabra Gento.
Cuando murió la semana pasada reapareció su nombre inmortal. Ponían Paco Gento, pero hay que dejarlo en Gento, que es como se decía. Gento. Mi padre me echaba la pelota por el pasillo del pisito y yo corría como Gento, y chutaba como Pirri, o como Amancio, o como Gárate. Y paraba como Iríbar. La pelota daba en la puerta que no cruzamos desde hace cuarenta y cinco años y no volveremos a cruzar ya. Había otros nombres, del Málaga: Viberti, Migueli, Macías, Búa, Vilanova, Deusto. Y Benítez, que se acaba de morir también. Son palabras que aprendimos a la vez que pan, mesa, silla, agua, ventana o tenedor. Para los niños eran iguales, tenían el mismo rango, pero en el curso de la vida unas seguían y otras se iban quedando por el camino.
Ahora me llama la atención que convivieran mantel y Robert Mitchum (¡Mitchum!). O lápiz y Gary Cooper. O colegio y Mortadelo. O campo y Fofó. O columpio y Torrebruno. O tobogán y Valentina. Locomotoro. Rintintín. Bonanza. Correcaminos. Kiko. Don Cicuta. Pippi. Flipper. Chiripitifláutico. El burrito blanco de Norit. La perrita Marilín (nuestra primera Marilyn). ¡Herta Frankel! Tan natural como mar estaba la palabra Citesa, la fábrica en que trabajaba mi padre; y la palabra góndola, el modelo de teléfono que fabricaban (góndola, palabra tan asentada en mi memoria como jamón). Y Cherino, el nombre del cortijo en que mi abuelo cuidaba las cabras. Había una mula que se llamaba Peregrina, que estuvo para mí desde el principio como sal o sábana. Y en el pueblo, en las vacaciones, había también un hombre extraordinario de nombre extraordinario: Pepito Rondi, tan común en mi niñez como Miguel o Josefita. Había más palabras: Filomátic, Sofico, Terlenka, ¡Tívoli! Hace poco he sabido que Raphael tomó su grafía de Philips, cuyo luminoso estuvo en el centro de Málaga durante años (hay una foto magnífica de pocos días después de mi nacimiento, en mayo de 1966). Philips: palabra que siento tan antigua como bañador o bocadillo.
Era algo más que la división entre nombres comunes y propios: todos estaban afectados por la misma imantación, por la misma cotidianidad. Solo que unos se han seguido usando todos los días y los otros no, y es en estos donde ha permanecido aquel tiempo, como guardado en un cofre o en un tarro de elixir. Hay algo precioso, añadido: que no depende exactamente de la propia biografía. Mis palabras son las mías y son las que me emocionan de un modo particular, pero las de los otros también transmiten ese halo. Se aprecia en Proust, en En busca del tiempo perdido, por supuesto, y en La infancia recuperada, de Savater, o en las evocaciones nostálgicas, llenas de nombres que desconocemos, de Woody Allen o José Luis Garci; o en novelas como Los cachorros, de Vargas Llosa; Un mundo para Julius, de Bryce Echenique, o Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco; en los recuerdos brasileños de Lispector o polacos de Szymborska.
El fútbol lo dejé hace mucho, a los 10 años. Pero he guardado sus palabras. Así Gento.